miércoles, 23 de diciembre de 2015

De cómo los malditos pagan su culpa

 
En el Santo Lugar, nietos, había historias de los que llegaban y también de quienes se iban, si bien éstos eran rarísimos. Recordemos dos muy ilustrativas. Una la protagonizó nuestro conocido Sabio analfabeta. En la otra les presento a Guadalupe el Güitas.

La de llegada es de Nabor. Chamaco, quedó huérfano y en el pueblo un tipo aprovechó para traerlo de encargo. No pasaba día sin que encontrara la manera de burlarse de él. Hasta pasar la raya.
De única herencia Nabor tenía una burra a quien cuidaba como si fuera su hija. Se le ensarnó y la llevó junto al río a darle una friega que le recomendaron. El animal terminaba de secarse al sol cuando se acercó el malhora. Con aire de inocencia preguntó qué pasaba. Nuestro compañero le contó y él dio una receta infalible:
-Úntala con gasolina y préndele fuego.
Nabor era ingenuo pero no tanto y cansado de que le tomaran el pelo, agarró el cántaro más grande a la vista y amenazó lanzarlo. Con mal disimulada sorna el hombre fingió terror mientras pedía continuar el consejo, que no terminaba, claro, en la primera, bárbara parte:
-¡Cómo crees, si ya sé que así la burra se te muere! No, la cosa es que antes la pongas a la orilla del agua y, cuando salga la lumbre, la avientes.
-Ah –dijo quien estaba a punto de convertirse en obrero, y se dio a la labor. Ya que su única propiedad se echó a correr, ardiendo, despavorida, rumbo a la muerte, y el tipo soltó la carcajada, Nabor aprendió muchas cosas y decidió una: usar el cántaro. Tenía al otro semiagachado, de espaldas, y se lo dejó caer en la cabeza.
Ni volteó a mirar el resultado. Cogió rumbo a la carretera y con lo puesto subió al primer autobús que pasaba.
Así de “accidental” había sido la decisión de venirse a la ciudad de México, donde luego de una noche al amparo de una obra en construcción en la Raza, un albañil le recomendó buscar trabajo en Ecatepec.
Igualmente “azarosa” resultó la historia del Güitas para desaparecer.
Después de lo del dedo fue de viaje a su pueblo, como él mismo y otros hacían de vez en vez. En su caso yo imaginaba que el motivo era agarrar fuerza donde estaban sus recuerdos y se lo respetaba, para continuar la vida de la ciudad y sus alrededores, en los que una persona podía andar kilómetros sin que nada ni nadie lo reconociera, convertido en paisaje, digamos.
Si bien él no acostumbraba a perderse en ese anonimato, y salía muy poco de las dos docenas de manzanas en torno a su casa en la San Miguel, que eran una especie de extensión de sus rumbos en Zacatecas. Pero no había fábrica en la que hiciera huesos viejos y se incorporara de lleno a las cofradías de los compañeros de trabajo. Para nosotros eso tenía la virtud de ir dejando la semilla del descontento en muchos lados, cuyos frutos a ratos recogíamos luego.
No nos dábamos cuenta de que a pesar de lo seguido que hablábamos con él de cosas personales, fuera de Fidel, la Lombriz y sus demás paisanos, lo entendíamos muy poco.
Se fue de paseo al pueblo, pues, y a los quince días recibimos la noticia:
-Mató a dos.
Se intuía la violencia contenida en Guadalupe, ¿pero matar a alguien? ¿Dónde quedaba su esencial nobleza y el espíritu de justicia que no nos inventábamos había en él? ¿Dónde? Precisamente en los pormenores del suceso.
Corría el dinero fácil en el pueblo, cuando el tráfico de drogas resultaba cuestión de niños comparado con el de después, pero dejaba ya buenos dividendos. Eso hacía que todas las semanas hubiera juegos de naipes con montes que daban para vivir por meses a una familia. Los organizaba el par de narcos de la región.
Con ellos echó unas manos el Güitas. Al terminar, hasta el último peso sobre la mesa estaba del lado de él. Los malos, que lo eran de veras, sacaron las pistolas, y obligarlo a dejar la cosecha de horas de batallar contra sus trucos, les dio ocasión para cobrarse lo que realmente les dolía, y no el dinero, que podían reponer en un santiamén: el orgullo sobajado. De modo que, a la vista de los que habían abarrotado la cantina tras los rumores rápidamente esparcidos, se divirtieron de lo lindo humillando al de la San Miguel.
Fiel a los mismos principios de cuando armaba borlote en la fábrica, por un maltrato a su persona o a la de sus compañeros, Guadalupe fue a su casa y tomó el rifle. Con la paciencia y el olfato del buen cazador que había sido desde niño, se apostó en un árbol sobre el camino que los tipos debían recorrer.
Nunca más, hasta hoy, volvimos a verlo. Que estaba vivo se sabía por los chismes.
Quiera Dios así siga y lea esto.
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Un día dije que el abuelo me guió al Santo Lugar. Es verdad de una cierta manera. A la familia de él, a mi madre y la abuela, y a su gente debo la esperanzadora, afanosa búsqueda de raíces como las de ellos, quienes sin faltar sábado de mi infancia asaltaban con cantares y anécdotas a carcajada limpia el hogar donde crecía, probando cuán rica era la vida del pueblo al asumirse plenamente, en tanto presente, pasado y promesa de futuro. Para entonces el abuelo había muerto.
Antes de llegar a tierras de Nabor y el Güitas pasé el fantástico, apretado año en el cual conocí a Filiberto, a Cristina, Malaquías y muchos más en los rincones del país oculto a los  discursos públicos. Nada se resistiría a ese portentoso erguirse de los condenados de la  tierra, que volvía el mundo al revés.
Juré no apartarme jamás de ellos y así fui a dar al Santo Lugar, en las afueras de mi ciudad. Me llevaba no lo que a mis compañeros de origen universitario con los cuales hacía el camino, quienes se comprometían exlusivamente por razones políticas.
Al poco fui su formal representante allí y defendí luego la plaza a capa y espada, mientras otros iban y venían. Cada vez más el Grupo se descomponía por el diario roce con el poder y terminaría proponiendo cosas absurdas para esos barrios obreros y sus zonas industriales. Pretendían que el Sabio Analfabeta y los otros, hombres todos, se les incorporan a título de cuadros políticos de vago proyecto, en reuniones en las cuales cada vez más privaba lenguaje y una visión de la sociedad y de sí mismos, por completo ajenos a ellos. ¿Y las familias, tan o más importantes, y la intimidad de nuestras relaciones, que convertían a Agustín y a Simón el Grillo en mi compadre y mi “comadre”, como testigos en el registro de nacimiento de Él? ¿Y las tardes de billar o las escapadas a los tugurios con el Jarocho o con Pedros y sus compañeros, prohibidas por “la moral revolucionaria”?

Nada tenía que ver con tamañas desmesuras cuando en los hechos el Grupo olvidó el lugar.