domingo, 9 de julio de 2017

El sabio analfabeta

Nabor vestía sombrero de palma, catarina y huaraches, y su comida la llevaba en una bolsita para el mercado. Aunque tenía cincuenta años y su físico correspondía a la edad, parecía mayor, a la manera de los hombres sabios y pacientes.
No sé si he conocido alguien tan inteligente como él. Ya muchacho empezó a leer y escribir con ayuda de un silabario, y cuando éstos dejaron de usarse se negó a continuar el aprendizaje y concentró su atención en lo que veía y oía, reflexionando sobre grandes y pequeñas cuestiones con una facilidad y una hondura asombrosas.
Creo que disfrutaba mucho constatando que los demás se daban cuenta de ello, y por eso estaba siempre dispuesto a pasar un buen rato con nosotros al terminar la jornada.
Íbamos a Vaciados Industriales (VISA), la fábrica en la cual trabajaba, para sentirnos cobijados. Quedaba pasando la autopista, en un lugar que recordaba a una ranchería. Se entraba a una calle sin pavimentar, bordeada por árboles, sobre la cual estaba Talleres Ochoa, y cuando a veinte o treinta metros ésta desaparecía, se doblaba en una segunda todavía más corta, donde no había más que Vaciados Industriales y una tienda frente a ella que en la parte trasera servía de merendero. Allí eran nuestras charlas con Nabor.
En su estilo parsimonioso y como si se refiriera al precio de chiles o frijoles, ya le había escuchado un par de razonamientos que extraían conclusiones idénticas a las de uno de los libros de filosofía más importantes del siglo XX, cuando una tarde contándonos un episodio suyo en el pueblo, del cual tal vez había resultado un hombre muerto, tocó el tema de la culpa y lo relacionó luego con cuestiones bíblicas, para concluir con una idea que, palabras más, palabras menos, coincidía exactamente con la frase cumbre de una gran novela rusa: Si Dios no existe, todo está permitido. 
Le gustaba también referirse a los diablos o monstruos que nos perseguían. Según él, eran representaciones de cuanto intentábamos no percibir, aunque estaba dentro o fuera de nosotros permanentemente. Decía que tenían distintas formas: la de un gigantesco velo negro o una gruesa sombra; un descomunal hombre a caballo agitando un machete, o sólo el caballo, con ojos color sangre, que escurría babas y se levantaba para echársenos encima; una luz de brillo criminal, una grotesca máscara carcajeándose o un agudo sonido que destrozaba los oídos. 
La peor de estas criaturas se hallaba por todas partes, en todo instante, y hacía vacilar la tierra que pisábamos, amenazando con abrirla y traganos.