jueves, 11 de marzo de 2021

Si hubiera diez Tixtlas...

 -Si hubiera diez Tixtlas, México sería la gran utopía cumplida.

¿Porque pensé eso un domingo cuando los demás corrían e iba pasito a pasito, aquí sin registrar más que el empedrado y los cantos y allá hablando con un viejo como yo, que vendía helados sobre su bicicleta?

-¿Dónde vive? -le pregunté de tú a tú, tras alabarnos por nuestro buen estado, él deferentemente, que así ha de hacerse con un fuereño. Solo nosotros nos aplaudiríamos, claro, empeñados los otros en remontar los días de responsabilidades.

-¿Ve aquellos cerros? -dijo señalando al fondo que se alzaba entre cañadas. -Hasta mero arriba.

-¿Y sube bien?

-Ligerito cada mañana y tarde.

Hablaba en correcta castilla, sin transitar por su lengua madre, bien conservada según presumió con orgullo.

Como él, todos y todas en la pequeña ciudad cuyas mujeres parecían arrojadas y echaban a un lado ostentaciones inútiles por cuánto lo habían probado. ¿De qué manera?, quise saber mientras hurgaba en mis conocimientos librescos, que encontraron solo el pasado reciente, confirmado meses luego, al volver para verlas en la intimidad descubierta como reto ante un yo siempre silencioso, al modo de ahora, cuando me despedí de mi par y fui puro recreo de árboles y pájaros cuyo nombre desconocía, la laguna exterior y, antes que nada, rostros, andares, saludos, silencios significativos, trenzas, sombreros, huipiles, huaraches, aromas humanos.

Por algo aquí nació el padre de la real literatura mexicana, Ignacio Manuel Altamirano.

"Los indios en Tixtla eran descendientes de los pontífices de México y ellos mismos habían sido y seguían siendo teopixcatin, es decir los conservadores de los misterios antiguos; continuaron disfrutando de la veneración que les tributaban los pueblos comarcanos y ostentando toda la autoridad que les daba su carácter sagrado.

"Quizás en nuestro tiempo mismo, guardan todavía con el rigoroso secreto de las religiones proscritas algo de sus tradiciones hieráticas, en el fondo de sus prácticas cristianas que todavía no comprenden bien. Testigo de ello es la danza sagrada que aparece periódicamente durante ciertas fiestas católicas, la cual no se conserva en ninguna parte de la República y en que aparecen los teopixcatin aztecas, con el tipo, los colores, los paramentos, y las largas cabelleras de los viejos sacerdotes del templo mayor de México, bailando acompasadamente al son de un magnífico toponaxtle y entonando una especie de salmódia, cuyas palabras misteriosas y canto ronco y lúgubre acusan un origen anterior a la conquista. 

"Los indios contemplan esta danza con un respeto religioso que no se cuidan de disimular y admiran la destreza singular con que uno de los juglares que acompañan a los sacerdotes juega con los piés y tendido boca arriba sobre una manta, un trozo de madera, de forma cilíndrica, lleno de geroglíficos y que se llama quautatlaxqui. 

"Después de las fiestas, sacerdotes, juglares, toponaxtle y vestidos desaparecen, sin que nadie pueda averiguar quiénes formaron la danza, pues los danzantes se pintan de negro y se cubren con una máscara antigua. Ni los curas, ni las autoridades españolas, ni el tiempo, ni las leyes de Reforma han sido bastantes para hacer olvidar esta danza tradicional que parece ser el hilo que perpetúa los recuerdos sacerdotales de la vieja colonia mexicana. Hay que advertir que en Tixtla, la población de indios domina por su mayoría, por sus riquezas, por su altivez y por su inteligencia en todo género de agricultura. 

"Este dominio es tal, que la lengua misma de los españoles fué influida al grado de que no puede llamarse castellana allí, pues sobre cien palabras que un habitante de origen español pronuncia, cincuenta, son aztecas y cincuenta españolas."

Esta Red de agujeros quería contar la historia del país desde el Sur al cual pertenece Tixtla y fracasó

   

 

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