sábado, 4 de junio de 2022

El Güitas

Igualmente “azarosa” resultó la historia del Güitas para desaparecer.
Después de lo del dedo fue de viaje a su pueblo, como él mismo y otros hacían de vez en vez. En su caso yo imaginaba que el motivo era agarrar fuerza donde estaban sus recuerdos y se lo respetaba, para continuar la vida de la ciudad y sus alrededores, en los que una persona podía andar kilómetros sin que nada ni nadie lo reconociera, convertido en paisaje, digamos.
Si bien él no acostumbraba a perderse en ese anonimato, y salía muy poco de las dos docenas de manzanas en torno a su casa en la San Miguel, que eran una especie de extensión de sus rumbos en Zacatecas. Pero no había fábrica en la que hiciera huesos viejos y se incorporara de lleno a las cofradías de los compañeros de trabajo. Para nosotros eso tenía la virtud de ir dejando la semilla del descontento en muchos lados, cuyos frutos a ratos recogíamos luego.
No nos dábamos cuenta de que a pesar de lo seguido que hablábamos con él de cosas personales, fuera de Fidel, la Lombriz y sus demás paisanos, lo entendíamos muy poco.
Se fue de paseo al pueblo, pues, y a los quince días recibimos la noticia:
-Mató a dos.
Se intuía la violencia contenida en Guadalupe, ¿pero matar a alguien? ¿Dónde quedaba su esencial nobleza y el espíritu de justicia que no nos inventábamos había en él? ¿Dónde? Precisamente en los pormenores del suceso.
Corría el dinero fácil en el pueblo, cuando el tráfico de drogas resultaba cuestión de niños comparado con el de después, pero dejaba ya buenos dividendos. Eso hacía que todas las semanas hubiera juegos de naipes con montes que daban para vivir por meses a una familia. Los organizaba el par de narcos de la región.
Con ellos echó unas manos el Güitas. Al terminar, hasta el último peso sobre la mesa estaba del lado de él. Los malos, que lo eran de veras, sacaron las pistolas, y obligarlo a dejar la cosecha de horas de batallar contra sus trucos, les dio ocasión para cobrarse lo que realmente les dolía, y no el dinero, que podían reponer en un santiamén: el orgullo sobajado. De modo que, a la vista de los que habían abarrotado la cantina tras los rumores rápidamente esparcidos, se divirtieron de lo lindo humillando al de la San Miguel.
Fiel a los mismos principios de cuando armaba borlote en la fábrica, por un maltrato a su persona o a la de sus compañeros, Guadalupe fue a su casa y tomó el rifle. Con la paciencia y el olfato del buen cazador que había sido desde niño, se apostó en un árbol sobre el camino que los tipos debían recorrer.
Nunca más, hasta hoy, volvimos a verlo. Que estaba vivo se sabía por los chismes.
Quiera Dios así siga y lea esto.