viernes, 28 de agosto de 2015

Para morir iguales II

Erin
Los dientes que ves aquí, 
sobre el anciano esqueleto, 
una vez mascaron nueces amarillas 
y devoraron el pernil de un toro
Es Oisin, gran dios guerrero celta, el que se lamenta en voz de un temprano poeta cristiano invadido por la melancolía. Como eso parece ser Irlanda: altiva, desgraciada, nostálgica. Parece, nietos, pues un pueblo no puede dibujarse de un trazo, ni de cientos, quizás.  “Gloriosa, piadosa, inmortal memoria irlandesa”, dice un gran escritor, y otros: 
“Nuestro innato conservadurismo..." “Una misteriosa unidad espiritual, una homogénea identidad marca a este pueblo hoy como hace dos mil años.” “La tradición irlandesa puede compararse con el fluir de un río. Cuerpos extraños pueden caer en él o pasar por él, pero no desvían el curso del río.” “De hecho, el problema con Irlanda es que una tradición, una vez echada a andar, jamás se detiene.” Y es que “el irlandés, como Orféo, siempre mira hacia atrás”.
Nuestro cuaderno a ratos es azaroso, S y E, y si algunas historias le nacieron de dentro, otras las encontró en el camino. Con Erin, como llaman a esta isla, vinimos a dar por Brian O´Donnell y sus compañeros, a quienes los libros tratan de las más estúpidas maneras. Fue una gran sorpresa y no cometeré el gravísimo error de creer penetrar en ella.
Andamos a saltos por dos mil años para detenernos en el momento que Brian y los demás nos piden.  
Allí donde ningún soldado de Roma posó el pie y las invasiones germanas no se acercaron, pervive el mundo celta que marcó al occidente europeo en la antigüedad, dicen. Un mundo celta que con la decisión del imperio romano de abrazar la Iglesia de Jesús, en el resto del subcontinente se vio obligado a desaparecer o a esconderse dentro o fuera de la nueva fe.
El mundo celta: “pueblo de clanes y de asambleas”; “una conciencia aguda de un universo lleno de hadas, trasgos y duendes”, de mitológicos personajes que en la isla como a la deriva, en el extremo donde Europa empezaba a confundirse con el océano de incógnitas y fantásticas manifestaciones, tenían tiempo para madurar, aunque fuera en el recuerdo. Porque el evangelio no llegaba a estas tierras en las órdenes del emperador, en manos de obispos, con bautizos forzados y al amparo de espadas deseosas de cortar cabezas, sino a través de la palabra de monjes como el después santo Patricio, que encontraban en el país el paraíso de sus sueños ermitaños: 
Puedo tomar mi fruta de un manzano, como en una posada, 
o llenar la mano donde los avellanos se cierran sobre mí. 
Un pozo claro me ofrece lo mejor para beber
y en la orilla una plácida cama de berros se me tiende
Dicen, aclaremos a cada paso. Que son sueños nacidos de la vida tribal, entre los bosques, deambulando por los montes con los animales, para hacer de Irlanda una extravagancia a la cual un Papa medieval trataba de someter calificándola de “diabólica”. Antes de que literalmente todo se lo lleve el diablo, trescientos años antes de que nacieran nuestros amigos, católicos como más de tres cuartas partes de los habitantes de una Irlanda donde la religión tiene un significado étnico e histórico preciso.
Al abandonar la isla, O´Donnell es uno de los cuatro millones de miserables cuyas figuras reparten por el mundo los relatos de desgracias contemporáneas. Por pantalón un fustán zurcido cien veces en las rodillas y en las nalgas, perdido más de un botón, que se deshilacha. Cubriendo el pecho un inmundo, picoteado jirón negro de lana, que la chaqueta corta, heredada de padres a hijos, protege como puede. En la cabeza un gorro de fieltro acompañándolo hasta en el sueño, y en los pies, una de cada dos veces, nada.
Los extraños llevan siglos calificándolos de “supersticiosos”, “borrachos”, “ladrones”, “brutos”, “víboras”, “degenerados”, “salvajes”, “caníbales”. 
En 1845 entre quienes los gobiernan o visitan es frecuente encontrar comentarios como estos: “Algunos historiadores dicen que son muy afectuosos con sus hijos, pero no es fácil descubrir en qué consiste esa ternura, porque su comida no es mucho mejor que la que le dan a los cerdos.” “Aquí la suciedad es la perfección de la pobreza, y su gran causa, la holgazanería.” 
Menos que humanos, pues, condenados por su naturaleza a un tristísimo futuro, conforme concluyó hace rato un caballero inglés: “El carácter voluble de los irlandeses se opone a que tengan jamás instituciones libres. El irlandés pertenece a una raza inferior”.
Por más desprecio que Francia, Inglaterra y el resto de la Europa feliz sientan por sus vecinos pobres –balcánicos, griegos…- esta manera de calificar a los habitantes naturales de la vieja Erin no se aplica a ningún otro pueblo del continente. Con ellos el tono se parece mucho al empleado con los hombres y mujeres del África negra o del sureste asiático, o con “una banda de salvajes americanos”, según observó viajero. Y no es casual, no es casual en absoluto, conforme nos dirá otro cuaderno, Ohsis.

El Ojitos
Me había acostumbrado a andar bien avanzada la noche por el Santo Lugar, y un miércoles bajé del autobús en la contraesquina de la fábrica donde trabajaba Agustín, cuando salía el segundo turno. La sombra era gruesa y no supe de dónde saltó el mocoso de cuatro patas que me asustó con su ridículo ladrido. Debía tener dos meses de nacido, y sus ingenuos ojos brillaban coronando el circo que hacía para conquistarme.
No se podía evitar sonreírle, ni que él malentendiera el gesto y me siguiera convencido de haber ganado al fin un hogar. Al fin, digo, pues parecía llevar un buen rato así y entender ya que si luego de unos metros no había un nuevo signo de amistad en el interfecto al paso, debía probar con el próximo, y me dejó al cruzarnos con un paisano.
No le hizo el mínimo caso el hombre, sin duda acostumbrado a escenas de ese tipo, y como volteé interesado en su suerte, regresó. Avanzando a la manera de dos buenos amigos expliqué la situación, le pareció una muestra indubitable de haber conseguido el objetivo y no paraba de dar brinquitos y ladridos eufóricos.
Pensé en llevármelo a la huelga pero alguien se me había adelantado un par de días, con no pocas protestas de los demás. En esas estábamos al bajar al arroyo en la esquina, cuando a unos metros en una sola acción un trailer arrancó y prendió las luces. Con dificultades el inexperto Ojitos dio marcha atrás antes de que se lo llevara el diablo.
Paso un par de tensos minutos, yo volviendo al discurso y él mirándome con el espanto que le había dejado el animalote aquél y el descubrimiento de un lado hasta ahí desconocido del mundo de espantos al cual lo habían entregado. No sé lo que habría hecho yo de no atravesar una pareja y a la mujer venírsele la ternura al contemplarlo. Con ellos reanduvo el camino y volví al mío.
Una hora después Juan de Dios me pidió que lo acompañara a su casa por un anafre, creo, y el Ojitos continuaba en su búsqueda, ahora desesperada e inútil, pues para entonces la noche se había quedado a solas con sus fantasmas.
Al olfatearnos echó a correr en dirección nuestra, pero íbamos por la banqueta contraria y los arrestos para repetir la experiencia de cruzar se le acabaron con el rugido de un horno que despertaba. Dio un giro enloquecido, la máquina cobró fuerza y salió de estampida.
La desesperación debió obnubilarlo, y nosotros de vuelta a la huelga, no estaba más en la misma acera sino en la de enfrente, donde la empacadora, presentándole su espectáculo al policía de la caseta, que en su infinita soledad lo festejaba. Sonó un claxon, el policía se levantó disparado para abrir la puerta y el auto que salió por ella casi le arrancó la cabeza al enano, quien de nuevo se dio a la carrera.
La mañana siguiente encontré a nuestro amigo una cuadra más allá. Seguramente de un puesto o de una bolsa con el almuerzo había caído lo necesario para llenar la pequeña panza, y se divertía con los paseantes. No iba más suplicando detrás de ellos, sino juego tras juego, de modo que en apariencia le había encontrado el gusto a la incertidumbre.
-Así es esto –debía decirse-, y no está mal. Un poco peligroso, pero entretenido.
Subí al camión con un par de compañeros, contagiado por su optimismo y su espíritu libertario.
Al terminar la tarea cuatro o cinco horas después lo descubrí desde la ventana, antes de apearnos. Era un montoncito de carne muerta al borde de la calzada.

El Sostén del Cielo y sus cenizas
En 1763 el jefe Pontiac y sus médicos-profetas recibían el mensaje del Amo de la Vida y lo lanzaban al viento: los blancos no son huéspedes de un momento; han llegado para hacerse amos de todo y es preciso liquidarlos. Pero veinte años después sus palabras no habían alcanzado el nuevo reto que se abría a la colonización. Qué de extraño. El de los indios de Norteamérica es un mundo. Un mundo de leyes particulares, con su par de continentes separados por el río Mississippi, y sus países a montones. 
Pontiac había hablado desde la nación de los Ottawas, hacia los Grandes Lagos donde se fijaría la frontera de Canadá. Allí donde mucho después la memoria aseguraría que el primero de los hombres debió vencer a gigantes y magos, al espíritu de la noche y a una corte de demonios, duendes, brujas y caníbales. Lo aseguraría sin saberlo a lo cierto, pues pasada la mesiánica rebelión no quedaría siquiera lo suficiente para crear una reserva y las viejas leyendas serían una confusión de estampas desdibujadas por los años y de exóticas interpretaciones blancas. De qué manera saber así, por ejemplo, cómo era en verdad Gran Conejo, su magia y los prodigios de los espesos bosques que recorría a saltos de kilómetro.
En todo caso el país de Pontiac, a pesar de su vida aldeana y sus campos de maíz, comunes al conjunto de los pueblos al Este del Mississippi, estaba a una gran distancia física y mental de las naciones cerca de las cuales crecería Taylor. En particular, de los últimos hijos naturales de los Apalaches, los cheroquies, que habían sido amos de los enormes territorios que caen a un lado y a otro de esas montañas. Una nación que descendía de la gran cultura que cuatro siglos antes de la llegada de los europeos había florecido en los campos del sudeste: la de centros de incipiente vida urbana, con sus plazas, sus templos ceremoniales y sus residencias para las elites, en torno de los cuales se desgranaban las aldeas y las huertas irrigadas.
A diferencia de la mayoría de los pueblos de Este medio norteamericano, ellos apenas hacia mediados del siglo XVIII habían enfrentado el gran choque con los extraños. Eran extraños absolutos, no comparables ni con los nómadas del país fantasma, la Tierra de Sombras del Oeste, justo tras el sagrado Mississippi, que según una leyenda descendían de la tribu que se negó a seguir los consejos del dios fundador vuelto hombre y no conocían el cultivo de las plantas, los secretos de los cestos o el favor de las plegarias.
Los otros, cósmicos forasteros venían de más lejos todavía que el Galun´lati, el confín al cual fue expulsado Uktena, el monstruo del agua, haciendo vacilar las historias de los ancianos. Pero los cheroquies trataron con los blancos y buscaron sacar partido de la situación, vendiéndoles los derechos de una buena parte de sus campos. ¿Por qué no si a pesar de la constancia secular de su vida aldeana, de sus cultos y divisiones del trabajo, igual o mejor que cualquier otro pueblo indio se acostumbraron a los continuos e imprevisibles reacomodos de un mundo donde la vida sedentaria se ensanchaba o estrechaba de súbito y las migraciones eran un fenómeno estructural?
Cerca de los años mil ochocientos no sólo cedían las tierras de Tennesse y Kentucky, y sellaban pactos con los recién llegados. Atendían a sus pastores de almas, tomaban su alfabeto para darse una lengua escrita, hacían alianzas matrimoniales con ellos y abrían espacios para la plena propiedad privada que, en unos cuantos radicales casos, permitían crear estancias trabajadas por esclavos negros. 
¿Había pecado en ello? ¿Olvidarían de ese modo que todo comenzó cuando la tierra se desprendió de las cuerdas de cuero pendientes de los costados del cielo y las enormes alas de un animal salido de las aguas donde la vida se había refugiado, crearon como sin querer, del lodo, las montañas maravillosas reservadas para ellos? ¿Renunciarían al sol concebido como mujer, al consejo de los sueños, al parentesco con Abuelo Águila y Abuela Araña, al conocimiento de Hombre Pequeño, capaz de transformar a los hombres en serpientes, de mover estrellas, de atemperar la luz o los vientos?
El hecho es que menos de cien años después no pueblan ya las ricas tierras aquéllas y no viven en pacíficos asentamientos agrícolas, sino en la América Árida a un lado y otro del Bravo, la región más lóbrega del País de Sombras del Oeste, y se especializan en feroces incursiones contra los blancos. 

Eso, su presencia en estos lados y su belicosidad, quizás sorprendería al Rudo y Listo Viejo. Eso y nada más, ya que la primera parte del exilio cheroquie el general la conoce de primera mano.

Para morir iguales

No sé cómo organizar las viñetas con ése título, Ohsis. Al principio pensé que debería empezar así:
No importa por donde vayamos nos acompaña la fotografía de un muchacho. Tiene dieciocho años, la piel mulata parece de aceite, los cabellos se le ensortijan y los brillantes ojos negros sonríen.
Al poco de recordar esta estampa que presidía el hogar de Mario el Jarocho, recibí la cita de la Corte de Medianoche(1):
Igualitito que en la obra cumbre del último gran poeta en lengua irlandesa, duermo plácidamente y el reclamo de una metálica voz me despierta:
-¡Eh, tú, vago!, ¿qué haces ahí cuando la más digna corte jamás reunida espera para juzgarte?
Claro, no estoy en el lomo de un río, a la manera del campesino en el poema, sino sobre la cama, y no es una monstruosa mujer de mirada sangrienta quien amonesta, sino El Grillo, metro sesenta de altura, pecho echado pa adelante y ojos de capulín. 
-¡Comadre! –le digo harto contento de verlo luego de casi cuarenta años.
-No te hagas baboso y jálale.
-¿Y ora?
-Pues que nos juntamos pa darte con todo.
-¿A mí? -alcancé a preguntar antes de que como en un sueño apareciéramos en el patio de un castillo cuyas troneras echaban humo de fábrica.
Frente a nosotros, el abuelo, Filiberto, uno de los muchachos que no murió en 1524; Bryan O´Donnell, Artemio, la niña que perdió una pierna en un bombardeo, Felícitas, Malena, doña Josefina, Esther, el propio Jarocho,  en gigantescas representaciones de sí mismos se sentaban a una mesa en lo alto.
En la multitud alrededor había muchos rostros conocidos y el resto tenía un impreciso aire familiar.
Acostumbrado a los escenarios con miles de protagonistas, el abuelo no necesitó forzar la voz para que se escuchara a través del eco profundo en el fantástico lugar.
-Mira -dijo extendiendo la mano en un movimiento circular. -Te nos dimos, tan diversos en tiempo y espacio y tan íntimos como deseabas. Y has traicionado nuestra confianza.
Prometo cumplir la tarea y recuerdo a Domingo embobándose con los recuerdos de una bronca toma de predios, para que de pronto, sin venir a cuento, pensaría uno, los ojos se le fueran quién sabe a dónde y decir: 
-Todo fue por mi papá, que vendía pájaros en el mercado y no tenía un centavo y andaba cante y cante.
-0-
Cuanto hay aquí es a viñetas que saltan por el tiempo y el espacio, haciendo malabares para no perderse. Tratan de pueblos que se duelen y luchan. ¿En verdad pueden reconocerse entre sí los protagonistas, como un ente común?
A mi abuelo y los suyos, por ejemplo, los vemos de fines del siglo XIX a los los años 1950 en Asturias, al norte de España, y el Santo Lugar, como llamo a Ecatepec, municipio conurbado de la ciudad de México, para nosotros aparece en la década de 1970.
¿Y los irlandeses del imaginario Bryan O´Donnell transcurriendo por cientos de años hasta 1848, cuando el rastro de él se pierde al sur del Río Bravo? ¿Y Madre Primera, el Niño de Piedra y los otros divinos portentos del universo indígena de Norteamérica, hoy casi pura memoria? ¿Cómo se relacionan con los esclavos del África negra y los exilados alemanes, judíos de la Europa toda, guatemaltecos, argentinos y demás, de los mil novecientos?