martes, 1 de septiembre de 2015

Corpus Christi, Texas, 20 de diciembre de 1845

Cerca de dos años durará lo que pronto iniciarán las columnas estadounienses estacionadas en Corpus Christi, Texas, en diciembre de 1845. Cada momento es único, irrepetible, con las historias personales que van dentro de él. Por ejemplo, el de la fogata que un guardia rural texano convierte hoy en inmejorable escenario para sus relatos. La luz de maravillosa inconstancia, subiendo, bajando, escapando sin aviso a este lado y aquel, juega con la noche a esconder y revelar a la veintena de hombres que escuchan, y así, pongamos por caso, una mano noblemente trabajada parece cruel y una mueca labrada a punta de resentimientos simula ser una sonrisa.
Lo que no cambia es el olor a tierra y a sudor de siempre de estos seres del montón en los cuales la literatura de la época, con grandes revoluciones a sus espaldas, empieza a descubrir un universo de emociones y no la monotonía de existencias agotadas en sus tareas y sus penas, hasta ahora dada por supuesta. Aun así en la memoria de la intervención que se aproxima no habrá en ellos, ni en los demás soldados de línea, sino una masa informe cuyo único valor será el número y la disposición de obedecer.
Más de la mitad –alemanes, ingleses…- ha perdido lo poco que tenía, abandonando los lugares que eran la razón de ser de generaciones anteriores, para venir al Nuevo Mundo y escapar del hambre, de las cárceles de vagabundos y de su conversión en apéndices de hileras de máquinas metidas en infectos galerones. El resto, nacido en el país, carga una lista de inútiles empeños para cumplir las expectativas que les ofreció la Tierra de la Gran Promesa. Por eso están unos y otros aquí, cambiando los sueños por una paga vil y la muerte factible.
Hay un abismo entre ellos y la oficialidad reunida más allá, con sus bien erguidas figuras, su desenfadada gesticulación, su seguridad toda. Ésta encarna el sentido del individuo como culminación de la historia que pronto recreará Walt Whitman, el poeta, hoy todavía un joven periodista entregado a promover la guerra contra México.
Para ellos, como para El canto a mí mismo de Whitman, “La atmósfera no es un perfume/no tiene el gusto de la esencia, es inodora,/ha sido creada desde la eternidad para mi boca”. Se gustan con “el vaho de mi aliento”, “mi respiración e inspiración”; sienten “placer al oír el sonido de mi voz” y, siempre uno por uno, van a bañarse “al mar,/para admirarme a mí mismo”.
Quienes se reúnen al calor de la fogata, con su absoluta desposesión han ganado una libertad que sus antepasados no imaginaron hubiera. Es una libertad agria, que los hace conocer la apabullante soledad de quien ha perdido la conciencia de tener sentido por ser el eslabón de una cadena interminable, pero gracias a ella no están dispuestos a aceptar por más tiempo que el mundo se hizo de una vez y para siempre destinándolos a cumplir cuanto otros dispongan para ellos, incluidos los oficiales con su feria de vanidad.
Brian O´Donnell no. Continúa siendo uno de esos seres que no se reconocen nuevos, aunque su soledad aquí sea tan o más dolorosa que la de sus compañeros. Prudentes metros aparte del círculo del guardia rural, contempla la luna, cuya carátula ha empezado a descubrirle no la llana sombra que mostraba en el cielo irlandés, sino la figura de un conejo. ¿Estaba oculta en aquél o es que esta luna es por completo distinta?
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Los soldados en torno a la fogata conocen la brutalidad y las oportunidades de la industrialización un siglo antes que el abuelo y los suyos y con ciento cincuenta años de adelanto al Jarocho, el Grillo, don Alfredo.
O´Donnell sirve de puente entre todos ellos, y lo hace también la madre del Belarmino original, pongamos por caso, a quien una afortunada casualidad dio el mismo nombre que la mujer de Sancho Panza: Teresa.
A su manera ambos son como el padre de Domingo, el dirigente de luchas urbanas casi al principio de nuestro relato.