domingo, 6 de agosto de 2017

El viaje de María



¿Eran los constantes, a veces súbitos cambios de paisaje, lo que le estrechaba el corazón a María, haciéndola sentir que andaba en un caos donde el mundo perdía cualquier sentido? ¿Era eso o la vista de ciudades y pueblos a la carrera, a ratos más y a ratos menos, pero siempre, extraños; el ir y venir sin pausa de autos y camiones, el reciclarse en cada parada de los pasajeros de su propio autobús, que hablaban y vestían de manera cada vez más rara y variada? ¿O era sólo el paso de las horas y la conciencia de la rapidez con la cual se apartaba de cuanto había conocido en sus veintinueve años de vida?
Hasta donde tenía noticia, sólo un tío y un par de primos, entre su treintena de parientes vivos y los incontables otros de generaciones previas, habían ido tan lejos. Si conociera el mar y supiera de los grandes barcos, la impresión que le producían esos tres aventureros de la familia, habría sido la de quienes volvieron de la inmensidad sin término y habían contemplado lo que ni siquiera podía imaginarse –lugares donde la hierba no se pintaba de verde o no había nubes o el sonido era hueco, o los animales, monstruos.
Y ahora ella estaba en el autobús cuya violenta carrera le daba pavor, andando sobre aquello. Sobre aquello para el resto de la vida, según había decido su hombre al rematar hasta el último efecto de su propiedad.
María no había dicho palabra para detenerlo, porque ni podía ni quería. Sí, lo mejor era irse y probar cuán cierto resultaba que podían librarse de la enfermedad, el ahogo, los palos, la usura, los manoseos y muchas otras desagradables cosas, del señor de los medieros, su compadre el jefe político, el dueño de la tienda, el cura párroco en sus visitas al pueblo; del río saliéndose de madre, arrastrando todo a su paso, y de los horrores de la propia familia: las borracheras del padre y el esposo terminando a golpes contra ellas  o al descampado, hechos un desastre de vómitos y tierra mezclados. Y de asuntos más delicados, de los cuales no hablaría nunca a nadie.             
¿Podría darse a entender en el lugar al que iban?, se preguntó. Hilaba las palabras con facilidad y al sentirse en confianza no faltaba quien se burlara de ella por su tanta apresurada plática. Pero por lo común guardaba silencio, sabiendo que más de uno frunciría el ceño al escucharla, sin entender la mitad de lo que salía de su boca. Era consciente de cómo con los años su habla fue siendo aun más enredada que el champurrado de su infancia, cuando pensaba en otomí y hablaba en castilla, de acuerdo a lo que mandaban los tiempos, decía su madre, quien intelegía algo del idioma oficial del país y no lo usaba sino en lo absolutamente indispensable, en general con monosílabos: “Esto”, “aquello”, “sí”, “no”, “¿cuánto?”
En el autobús el hijo pequeño iba en su regazo, la niña sentada al lado y el esposo y Elías en los asientos de adelante, a un costado, a los cuales se asomaba cada poco para constatar su presencia. A ellos se reducía su familia, de una vez y para siempre, puesto que había resuelto darse maña para no tener más crías. Eso y decisiones parecidas, que la volvían desconfiable en el pueblo, le habían ayudado a aceptar la voluntad de su señor de partir. De partir a pesar del dolor por dejar a la madre y las hermanas, al cielo borrascoso de sus montañas, al espeso verde de mil tonos que llenaba sus ojos desde el primer día; al río y al arroyo, a los pájaros y la milpa; a los burros y hasta las gallinas, los puercos, las vacas y los borregos a los cuales odiaba por la lata que daba cuidarlos.
Seguía agarrada fuerte a los brazos del asiento, cuando el esposo volteó para señalar hacia un costado, diciéndole que aquello sería su hogar, y vio por la ventana al paso unas cuantas fumarolas grises y densas elevándose hacia el cielo. Al lado de una ellas encontraría trabajo su muchacho, Elías, y un poco más allá con los años levantarían una casa.