¿Eran
los constantes, a veces súbitos cambios de paisaje, lo que le estrechaba el
corazón a María, haciéndola sentir que andaba en un caos donde el mundo perdía
cualquier sentido? ¿Era eso o la vista de ciudades y pueblos a la carrera, a
ratos más y a ratos menos, pero siempre, extraños; el ir y venir sin pausa de
autos y camiones, el reciclarse en cada parada de los pasajeros de su propio
autobús, que hablaban y vestían de manera cada vez más rara y variada? ¿O era
sólo el paso de las horas y la conciencia de la rapidez con la cual se apartaba
de cuanto había conocido en sus veintinueve años de vida?
Hasta
donde tenía noticia, sólo un tío y un par de primos, entre su treintena de
parientes vivos y los incontables otros de generaciones previas, habían ido tan
lejos. Si conociera el mar y supiera de los grandes barcos, la impresión que le
producían esos tres aventureros de la familia, habría sido la de quienes
volvieron de la inmensidad sin término y habían contemplado lo que ni siquiera
podía imaginarse –lugares donde la hierba no se pintaba de verde o no había
nubes o el sonido era hueco, o los animales, monstruos.
Y
ahora ella estaba en el autobús cuya violenta carrera le daba pavor, andando
sobre aquello. Sobre aquello para el resto de la vida, según había decido su
hombre al rematar hasta el último efecto de su propiedad.
María
no había dicho palabra para detenerlo, porque ni podía ni quería. Sí, lo mejor
era irse y probar cuán cierto resultaba que podían librarse de la enfermedad,
el ahogo, los palos, la usura, los manoseos y muchas otras desagradables cosas,
del señor de los medieros, su compadre el jefe político, el dueño de la tienda,
el cura párroco en sus visitas al pueblo; del río saliéndose de madre,
arrastrando todo a su paso, y de los horrores de la propia familia: las
borracheras del padre y el esposo terminando a golpes contra ellas o al descampado, hechos un desastre de
vómitos y tierra mezclados. Y de asuntos más delicados, de los cuales no
hablaría nunca a nadie.
¿Podría
darse a entender en el lugar al que iban?, se preguntó. Hilaba las palabras con
facilidad y al sentirse en confianza no faltaba quien se burlara de ella por su
tanta apresurada plática. Pero por lo común guardaba silencio, sabiendo que más
de uno frunciría el ceño al escucharla, sin entender la mitad de lo que salía
de su boca. Era consciente de cómo con los años su habla fue siendo aun más
enredada que el champurrado de su infancia, cuando pensaba en otomí y hablaba
en castilla, de acuerdo a lo que mandaban los tiempos, decía su madre, quien
intelegía algo del idioma oficial del país y no lo usaba sino en lo
absolutamente indispensable, en general con monosílabos: “Esto”, “aquello”,
“sí”, “no”, “¿cuánto?”
En
el autobús el hijo pequeño iba en su regazo, la niña sentada al lado y el
esposo y Elías en los asientos de adelante, a un costado, a los cuales se
asomaba cada poco para constatar su presencia. A ellos se reducía su familia,
de una vez y para siempre, puesto que había resuelto darse maña para no tener
más crías. Eso y decisiones parecidas, que la volvían desconfiable en el
pueblo, le habían ayudado a aceptar la voluntad de su señor de partir. De
partir a pesar del dolor por dejar a la madre y las hermanas, al cielo
borrascoso de sus montañas, al espeso verde de mil tonos que llenaba sus ojos
desde el primer día; al río y al arroyo, a los pájaros y la milpa; a los burros
y hasta las gallinas, los puercos, las vacas y los borregos a los cuales odiaba
por la lata que daba cuidarlos.
Seguía
agarrada fuerte a los brazos del asiento, cuando el esposo volteó para señalar
hacia un costado, diciéndole que aquello sería su hogar, y vio por la ventana
al paso unas cuantas fumarolas grises y densas elevándose hacia el cielo. Al
lado de una ellas encontraría trabajo su muchacho, Elías, y un poco más allá
con los años levantarían una casa.