A
mediados del siglo XVI la Reina de la Roca Gris, la señora celta que aun
marchita, despojada de sus hermosos atavíos precristianos, ha seguido cuidando
por la provincia irlandesa de Munster, contempla impotente cómo el fuego se
ceba con los campos destruyendo cosechas, frutos y aldeas, y como los hombres y
las mujeres, enfermos de comer hierbas, se arrastran por la tierra y mueren
para que hambrientos lobos, perros y niños se lancen sobre sus cadáveres.
No ha sido la naturaleza o la
intempestiva, enloquecida reacción de un ejército enemigo, la culpable. La obra
es parte de una concienzuda política de exterminio que la corona inglesa pone
en práctica al fracasar las horcas y los descuartizamientos públicos, “la
instigación de hermanos contra hermanos, la gratificación a espías, delatores y
asesinos, las altas recompensas por las cabezas de los caudillos rebeldes”.
Mucho tiempo después, en marzo de 2003,
uno de los grandes periodistas de la época, justamente irlandés, escribe: “Los restos de una mano sobre una puerta de metal, las huellas de sangre
y los despojos a través de la calle, los cerebros humanos regados en un garage,
lo que queda de una madre y de sus tres pequeños hijos incinerados en un auto
que todavía se retuerce”.
Días más tarde la segunda descarga de bombas llamadas de fragmentación,
cuyo peso es de 400 kilos y que antes de tocar tierra se convierten en un
número impreciso de pequeños proyectiles, lanzada sobre una zona de viviendas
en otra ciudad, deja treinta y tres muertos y alrededor de 450 heridos. Una
foto muestra a un hombre de unos cuarenta años que no sabe a cuál de los quince
cadáveres que lo dejan absolutamente solo en el mundo, debe acercarse: al de su
madre, su padre, su mujer, sus tres hermanos, sus seis hijos....
Son un par de
las miles de escenas que en Iraq produce una Guerra por la libertad duradera iniciada un año atrás en Afganistán
por George Bush hijo y sus socios.
Estas páginas
entienden que país tras país, generación tras generación, la historia se
rehace, y que entre las invasiones a Afganistan e Iraq y el último momento al
cual ellas se han asomado, hay largos ciento cincuenta años que deciden el
futuro cada mañana. ¿Cómo no reconocer, sin embargo, en la imagen sobre un pueblo
afgano o iraquí bárbaro por naturaleza, transmitida por la cruzada de Baby Bush,
la del pueblo irlandés a quien entre los siglos XVI y XIX literalmente se lo
lleva el diablo a manos de una dinastía británica que con él inaugura el discurso
por el cual se sustenta el derecho de los civilizados
a tomar y hacer de los salvajes
cuanto quieran?
De historias y de un poeta
Esta es la primera de tres crónicas sobre historias, a
manera de estampas, que se cruzan o están detrás de la invasión norteamericana
que de 1846 a 1848 hace perder a México casi la mitad del territorio heredado
por la colonia.
Historias que
a lo largo de trescientos años encuentran a pueblos sin aparente vínculo entre
sí, cediendo a una misma voracidad sin límites, cuya regla es la máxima
rentabilidad. Historias que no saben si son treinta, cuarenta o más millones
los muertos que andan en ellas, y dos o tres veces este número de mujeres y
hombres lanzados a la nada, generalmente tras la destrucción de culturas que
tardaron miles de años en madurar.
¿Cómo empezar las que hay aquí? Por un
hombre de esos ventitantos años que para alguien del pueblo llano del siglo XIX
significan toda una vida, oliendo a tierra y a sudor de siempre, encorvado, con
un ruinoso uniforme verde, las botas una súplica, caminando por una inmensa
planicie a la cual apenas le crecen otra cosa que mezquites. En la memoria le
andan “ciervos que saltan respondiendo al bramido profundo de la hembra”,
“bellotas que caen en pacíficos bosques marrones”, pantanos navegando en la
gruesa niebla, aves despavoridas por negros oleajes furiosos, valles entre
escarpadas moles de piedra que relatan proezas.