sábado, 31 de marzo de 2018

La Reina de la Roca Gris


A mediados del siglo XVI la Reina de la Roca Gris, la señora celta que aun marchita, despojada de sus hermosos atavíos precristianos, ha seguido cuidando por la provincia irlandesa de Munster, contempla impotente cómo el fuego se ceba con los campos destruyendo cosechas, frutos y aldeas, y como los hombres y las mujeres, enfermos de comer hierbas, se arrastran por la tierra y mueren para que hambrientos lobos, perros y niños se lancen sobre sus cadáveres.
No ha sido la naturaleza o la intempestiva, enloquecida reacción de un ejército enemigo, la culpable. La obra es parte de una concienzuda política de exterminio que la corona inglesa pone en práctica al fracasar las horcas y los descuartizamientos públicos, “la instigación de hermanos contra hermanos, la gratificación a espías, delatores y asesinos, las altas recompensas por las cabezas de los caudillos rebeldes”.
Mucho tiempo después, en marzo de 2003, uno de los grandes periodistas de la época, justamente irlandés, escribe: “Los restos de una mano sobre una puerta de metal, las huellas de sangre y los despojos a través de la calle, los cerebros humanos regados en un garage, lo que queda de una madre y de sus tres pequeños hijos incinerados en un auto que todavía se retuerce”.
Días más tarde la segunda descarga de bombas llamadas de fragmentación, cuyo peso es de 400 kilos y que antes de tocar tierra se convierten en un número impreciso de pequeños proyectiles, lanzada sobre una zona de viviendas en otra ciudad, deja treinta y tres muertos y alrededor de 450 heridos. Una foto muestra a un hombre de unos cuarenta años que no sabe a cuál de los quince cadáveres que lo dejan absolutamente solo en el mundo, debe acercarse: al de su madre, su padre, su mujer, sus tres hermanos, sus seis hijos....
Son un par de las miles de escenas que en Iraq produce una Guerra por la libertad duradera iniciada un año atrás en Afganistán por George Bush hijo y sus socios.
Estas páginas entienden que país tras país, generación tras generación, la historia se rehace, y que entre las invasiones a Afganistan e Iraq y el último momento al cual ellas se han asomado, hay largos ciento cincuenta años que deciden el futuro cada mañana. ¿Cómo no reconocer, sin embargo, en la imagen sobre un pueblo afgano o iraquí bárbaro por naturaleza, transmitida por la cruzada de Baby Bush, la del pueblo irlandés a quien entre los siglos XVI y XIX literalmente se lo lleva el diablo a manos de una dinastía británica que con él inaugura el discurso por el cual se sustenta el derecho de los civilizados a tomar y hacer de los salvajes cuanto quieran?


De historias y de un poeta

Esta es la primera de tres crónicas sobre historias, a manera de estampas, que se cruzan o están detrás de la invasión norteamericana que de 1846 a 1848 hace perder a México casi la mitad del territorio heredado por la colonia.
Historias que a lo largo de trescientos años encuentran a pueblos sin aparente vínculo entre sí, cediendo a una misma voracidad sin límites, cuya regla es la máxima rentabilidad. Historias que no saben si son treinta, cuarenta o más millones los muertos que andan en ellas, y dos o tres veces este número de mujeres y hombres lanzados a la nada, generalmente tras la destrucción de culturas que tardaron miles de años en madurar.
¿Cómo empezar las que hay aquí? Por un hombre de esos ventitantos años que para alguien del pueblo llano del siglo XIX significan toda una vida, oliendo a tierra y a sudor de siempre, encorvado, con un ruinoso uniforme verde, las botas una súplica, caminando por una inmensa planicie a la cual apenas le crecen otra cosa que mezquites. En la memoria le andan “ciervos que saltan respondiendo al bramido profundo de la hembra”, “bellotas que caen en pacíficos bosques marrones”, pantanos navegando en la gruesa niebla, aves despavoridas por negros oleajes furiosos, valles entre escarpadas moles de piedra que relatan proezas.