Una tarde poco antes de marcharnos, mi compañera y yo
fuimos de visita a casa del Jarocho. Él estaba sentado en la puerta con los ojos
clavados en el piso, mientras Inés, su señora, entraba y volvía a salir como si
olvidara algo que no encontraría por más esfuerzos que hiciera, y la Negrita los contemplaba a
través de las lágrimas, aferrándose a una muñeca entre sus brazos.
-¿Qué pasó? –preguntamos. Inés nos miró un segundo
y se metió jalando a la niña, y el hombrezote pareció no notar nuestra
presencia.
Acababa de llegarles la noticia: el muchacho del
retrato había muerto.
Y no había campanas doblando, sino el viejo,
ininterrumpido rugir de máquinas, trenes y traileres llevándose la mercancía.