lunes, 8 de enero de 2018

De uno que somos todos



Una tarde poco antes de marcharnos, mi compañera y yo fuimos de visita a casa del Jarocho. Él estaba sentado en la puerta con los ojos clavados en el piso, mientras Inés, su señora, entraba y volvía a salir como si olvidara algo que no encontraría por más esfuerzos que hiciera, y la Negrita los contemplaba a través de las lágrimas, aferrándose a una muñeca entre sus brazos. 
-¿Qué pasó? –preguntamos. Inés nos miró un segundo y se metió jalando a la niña, y el hombrezote pareció no notar nuestra presencia.
Acababa de llegarles la noticia: el muchacho del retrato había muerto.   
Y no había campanas doblando, sino el viejo, ininterrumpido rugir de máquinas, trenes y traileres llevándose la mercancía.