Agustín espera sobre un lomo de
la calle que libra los viscosos riachuelos de colores en mutación, contra un
muro carcelario. Amparado en el borde de la esquina cree ocultarse a las
miradas de la planta donde trabaja, una cuadra más allá, media hora después del
cambio de turno, según propuso para evitar a sus compañeros.
Es la segunda vez que lo veo y
confirmo la impresión original: la de un ser conmovedor en el esfuerzo por
pasar inadvertido entre hombres que aprendieron muy pronto a ponerle cara a la
ciudad y usan la rudeza y el humor filoso para defenderse de ella y
apropiársela. Luego sabré que no se lo impiden el número de años desde salir
del pueblo ni una posible falta de agilidad mental, sino el lugar que asumió en
la familia. No hay contrasentido en su ansia de trascender, que lo acerca al
Grupo.
El tono exaltado en el que
vivimos se transmite de inmediato a las relaciones y en días nos volveremos
íntimos. Lo sabemos en cuanto me descrubre y viene al encuentro entre la
desolación de la calzada de gigantesco tamaño, con las vías del tren de por
medio, que a un lado se abre a un fraccionamiento industrial y al otro a una
colonia y al gran descampado con las montañas detrás.
El suelo de la zona se hizo
doblemente magro al perder los sembradíos y los árboles, y nos convierte en un
par de hombres en tierra fronteriza, como cualquiera al vértice de la gran
urbe, pero a lo bruto, a la manera de todo lo que toca la industria.
Romanticismo puro, pues, de
miasmas penetrantes y un silencio mortuorio tanto mejor revelado cuanto más
lejos se está de las máquinas, hechas rumor por las gruesas, altas paredes que
parecen heredar las de las viejas haciendas.
Cruzamos la calzada rumbo a su
casa como en un juego, él siempre procurando la izquierda para mirar con el ojo
que le sigue sano a los veinticuatro años, y yo en busca del que en el iris se
llevó un bicho salido de la carne muerta de la empacadora donde trabaja desde
casi niño. Porque en ése es donde está mi futuro compadre. Allí su melancolía
sin remedio, bella, contagiosa, que rima con el paisaje y nuestros días.
En el fraccionamiento de las
fábricas, las larguísimas calles sin reposo al sol y la lluvia, desiertas a las
horas en las cuales suelo llegar, por tan hostiles al principio parecen cada
vez más cálidas, pletóricas de vida que se trasmite de las plantas: tinglado
mecánico con mucho de infernal y mucho de entrañable para quienes hacen de él
su vida. Los aromas aplastantes, en ocasiones nauseabundos, vividos por unas
horas y no como permanente suplicio, y las chimeneas despidiendo gruesas
volutas en mil tonos de grises, no hacen sino completar la sensación de ser
parte de una novela o una película. De serlo entre el orgullo de pasar como uno
más ante el guardia de seguridad, el policía, el administrador que cruza en su
auto, y el creciente número de saludos y charlas al paso, la picaresca a la
salida de la fábrica liberada, en palabras y toqueteos de machos divirtiéndose;
de partidos de futbol y tandas de dominó y baraja para hacer de las huelgas
fiestas; de breves discursos un autobús tras otro, venciendo el anonimato del
espacio público, que no debe pertenecer a nadie y así se humaniza; de momentos
épicos que para mí encarnan un poema: Masa.
De serlo prometiendo que cada
día habrá más y mejor de eso, de los hogares y los billares y los peliagudos
expendios de alcohol compartidos. Con Agustín, quien se ensancha a la par de
mí, comenzando por esta tarde, cuando está a punto de hacerme parte de su
familia y no sé cómo agradecérselo.
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El departamento donde Él y la
Ella ausente, E y S, estaba traspasado por la pérdida del mundo en que el
compadre me introducía bien a bien.