Una tarde rumbo a nuestro localito en el Santo
Lugar topé con los perros que la pandilla infantil se divertía en espantar.
Eran mis amigos, creí, y cuando el primero de la fila giró para espiarme le
puse cara de hombre triste. Se cobró cuanto le debían.
Los cincuenta metros a continuación fueron una
tortura, con él haciéndome apurar el paso a fuerza de ladridos cada vez más
envalentonados y los colmillos de sus compadres cercándome, ante la mirada del
vecindario a quien dejaba intimidarse por tan pobres seres.
Entendí cuán cerca estaba el fondo y sólo la
aparición del Grillo y sus compañeros me sacó al menos por unos meses de lo que
Nabor llamaría el infierno.
De los muchos momentos bien grabados que me quedan,
escojo el de la vez en que en el local yo trataba inútilmente de barrer el piso
de cemento, cuidando con la mirada a Él, quien tenía un par de meses, cuando
escuché rugir los motores. Tres camiones aparecieron en la esquina, rechinando
las llantas.
Ni en sueños había visto una estampa tan
maravillosa: un centenar de macheteros sonreían presumiendo su rudeza, entre el
zangoloteo de las plataformas que los choferes traían a mal traer.
Con mi “comadre” al frente bajaron de un salto para
entre bromas saludar al chiquito y darme efusivos abrazos. Hasta valiente me
volvería para pagar ese cariño.
Era así pues se lo merecían y desde
muy pequeño en mi cabeza andaba la devoción por los hombres y mujeres
recios.
Acercarme a los trabajadores y compartir sus
luchas representaba mucho más que una decisión política o un acto solidario.
Era el regreso al pasado familiar glorificado en mi cabeza.
Cada día allí confirmaba el deseo, con momentos
como ése de ver llegar a Simón y sus compañeros resueltos a que no se los tratara más como brutos.
Mientras se acomodaban armando el mayor alboroto
posible, entre escupitajos que el Grillo reprimía por posibles efectos
sobre su ahijado, se entendía la justa fama de ser unos cafres echando
gruesos transportes y carcajadas sobre los automovilistas. Cuestión de orgullo, igual que venir al localito donde planeaban cómo emparejarse con patrones y líderes del sindicato. Nada había más parecido, aunque fuera en
miniatura, a las historias escuchadas sobre mi abuelo.