lunes, 8 de enero de 2018

Los últimos que serán los primeros



Una tarde rumbo a nuestro localito en el Santo Lugar topé con los perros que la pandilla infantil se divertía en espantar. Eran mis amigos, creí, y cuando el primero de la fila giró para espiarme le puse cara de hombre triste. Se cobró cuanto le debían. 

Los cincuenta metros a continuación fueron una tortura, con él haciéndome apurar el paso a fuerza de ladridos cada vez más envalentonados y los colmillos de sus compadres cercándome, ante la mirada del vecindario a quien dejaba intimidarse por tan pobres seres.

Entendí cuán cerca estaba el fondo y sólo la aparición del Grillo y sus compañeros me sacó al menos por unos meses de lo que Nabor llamaría el infierno.

De los muchos momentos bien grabados que me quedan, escojo el de la vez en que en el local yo trataba inútilmente de barrer el piso de cemento, cuidando con la mirada a Él, quien tenía un par de meses, cuando escuché rugir los motores. Tres camiones aparecieron en la esquina, rechinando las llantas.

Ni en sueños había visto una estampa tan maravillosa: un centenar de macheteros sonreían presumiendo su rudeza, entre el zangoloteo de las plataformas que los choferes traían a mal traer.

Con mi “comadre” al frente bajaron de un salto para entre bromas saludar al chiquito y darme efusivos abrazos. Hasta valiente me volvería para pagar ese cariño.

Era así pues se lo merecían y desde muy pequeño en mi cabeza andaba la devoción por los hombres y mujeres recios. 

Acercarme a los trabajadores y compartir sus luchas representaba mucho más que una decisión política o un acto solidario. Era el regreso al pasado familiar glorificado en mi cabeza. 

Cada día allí confirmaba el deseo, con momentos como ése de ver llegar a Simón y sus compañeros resueltos a que no se los tratara más como brutos.

Mientras se acomodaban armando el mayor alboroto posible, entre escupitajos que el Grillo reprimía por posibles efectos sobre su ahijado, se entendía la justa fama de ser unos cafres echando gruesos transportes y carcajadas sobre los automovilistas. Cuestión de orgullo, igual que venir al localito donde planeaban cómo emparejarse con patrones y líderes del sindicato. Nada había más parecido, aunque fuera en miniatura, a las historias escuchadas sobre mi abuelo.