El personaje que nos guía es James Tayler, primer comandante general del ejército estadounidense que en 1846 invade México, quien luego presidiría el Capitolio.
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Por razones que el texto no aclara, la imagen es de un jefe sioux. |
En 1763 el jefe Pontiac y sus médicos-profetas recibían el mensaje del Amo de la Vida y lo lanzaban al viento: los blancos no son huéspedes de un momento; han llegado para hacerse amos de todo y es preciso liquidarlos. Pero veinte años después sus palabras no habían alcanzado el nuevo reto que se abría a la colonización, donde se instalaron los Taylor. Qué de extraño. El de los indios de Norteamérica es un mundo. Un mundo de leyes particulares, con su par de continentes separados por el río Mississippi, y sus países a montones.
Pontiac había hablado desde la nación de los
Ottawas, hacia los Grandes Lagos donde se fijaría la frontera de Canadá. Allí
donde mucho después la memoria aseguraría que el primero de los hombres debió
vencer a gigantes y magos, al espíritu de la noche y a una corte de demonios,
duendes, brujas y caníbales. Lo aseguraría sin saberlo a lo cierto, pues pasada
la mesiánica rebelión no quedaría siquiera lo suficiente para crear una reserva
y las viejas leyendas serían una confusión de estampas desdibujadas por los
años y de exóticas interpretaciones blancas. De qué manera saber así, por
ejemplo, cómo era en verdad Gran Conejo, su magia y los prodigios de los
espesos bosques que recorría a saltos de kilómetro.
En
todo caso el país de Pontiac, a pesar de su vida aldeana y sus campos de maíz,
comunes al conjunto de los pueblos al Este del Mississippi, estaba a una gran
distancia física y mental de las naciones cerca de las cuales crecería Taylor.
En particular, de los últimos hijos naturales de los Apalaches, los cheroquies,
que habían sido amos de los enormes territorios que caen a un lado y a otro de
esas montañas. Una nación que descendía de la gran cultura que cuatro siglos
antes de la llegada de los europeos había florecido en los campos del sudeste:
la de centros de incipiente vida urbana, con sus plazas, sus templos
ceremoniales y sus residencias para las elites, en torno de los cuales se
desgranaban las aldeas y las huertas irrigadas.
A
diferencia de la mayoría de los pueblos de Este medio norteamericano, ellos
apenas hacia mediados del siglo XVIII habían enfrentado el gran choque con los
extraños. Eran extraños absolutos, no comparables ni con los nómadas del país
fantasma, la Tierra de Sombras del Oeste, justo tras el sagrado Mississippi,
que según una leyenda descendían de la tribu que se negó a seguir los consejos
del dios fundador vuelto hombre y no conocían el cultivo de las plantas, los
secretos de los cestos o el favor de las plegarias.
Los
otros, cósmicos forasteros venían de más lejos todavía que el Galun´lati, el
confín al cual fue expulsado Uktena, el monstruo del agua, haciendo vacilar las
historias de los ancianos. Pero los cheroquies trataron con los blancos y
buscaron sacar partido de la situación, vendiéndoles los derechos de una buena
parte de sus campos. ¿Por qué no si a pesar de la constancia secular de su vida
aldeana, de sus cultos y divisiones del trabajo, igual o mejor que cualquier
otro pueblo indio se acostumbraron a los continuos e imprevisibles reacomodos
de un mundo donde la vida sedentaria se ensanchaba o estrechaba de súbito y las
migraciones eran un fenómeno estructural?
Cerca
de los años mil ochocientos no sólo cedían las tierras de Tennesse y Kentucky,
cuya administración se encargaba a Taylor padre, y sellaban pactos con los
recién llegados. Atendían a sus pastores de almas, tomaban su alfabeto para
darse una lengua escrita, hacían alianzas matrimoniales con ellos y abrían
espacios para la plena propiedad privada que, en unos cuantos radicales casos,
permitían crear estancias trabajadas por esclavos negros.
¿Había
pecado en ello? ¿Olvidarían de ese modo que todo comenzó cuando la tierra se
desprendió de las cuerdas de cuero pendientes de los costados del cielo y las
enormes alas de un animal salido de las aguas donde la vida se había refugiado,
crearon como sin querer, del lodo, las montañas maravillosas reservadas para
ellos? ¿Renunciarían al sol concebido como mujer, al consejo de los sueños, al
parentesco con Abuelo Águila y Abuela Araña, al conocimiento de Hombre Pequeño,
capaz de transformar a los hombres en serpientes, de mover estrellas, de
atemperar la luz o los vientos?
El hecho es que menos de cien años después no
pueblan ya las ricas tierras aquéllas y no viven en pacíficos asentamientos
agrícolas, sino en la América Árida a un lado y otro del Bravo, la región más
lóbrega del País de Sombras del Oeste, y se especializan en feroces incursiones
contra los blancos.
Eso, su presencia en estos lados y su
belicosidad, quizás sorprendería al Rudo y Listo Viejo. Eso y nada más, ya que
la primera parte del exilio cheroquie el general la conoce de primera mano.