miércoles, 23 de diciembre de 2015

De cómo los malditos pagan su culpa

 
En el Santo Lugar, nietos, había historias de los que llegaban y también de quienes se iban, si bien éstos eran rarísimos. Recordemos dos muy ilustrativas. Una la protagonizó nuestro conocido Sabio analfabeta. En la otra les presento a Guadalupe el Güitas.

La de llegada es de Nabor. Chamaco, quedó huérfano y en el pueblo un tipo aprovechó para traerlo de encargo. No pasaba día sin que encontrara la manera de burlarse de él. Hasta pasar la raya.
De única herencia Nabor tenía una burra a quien cuidaba como si fuera su hija. Se le ensarnó y la llevó junto al río a darle una friega que le recomendaron. El animal terminaba de secarse al sol cuando se acercó el malhora. Con aire de inocencia preguntó qué pasaba. Nuestro compañero le contó y él dio una receta infalible:
-Úntala con gasolina y préndele fuego.
Nabor era ingenuo pero no tanto y cansado de que le tomaran el pelo, agarró el cántaro más grande a la vista y amenazó lanzarlo. Con mal disimulada sorna el hombre fingió terror mientras pedía continuar el consejo, que no terminaba, claro, en la primera, bárbara parte:
-¡Cómo crees, si ya sé que así la burra se te muere! No, la cosa es que antes la pongas a la orilla del agua y, cuando salga la lumbre, la avientes.
-Ah –dijo quien estaba a punto de convertirse en obrero, y se dio a la labor. Ya que su única propiedad se echó a correr, ardiendo, despavorida, rumbo a la muerte, y el tipo soltó la carcajada, Nabor aprendió muchas cosas y decidió una: usar el cántaro. Tenía al otro semiagachado, de espaldas, y se lo dejó caer en la cabeza.
Ni volteó a mirar el resultado. Cogió rumbo a la carretera y con lo puesto subió al primer autobús que pasaba.
Así de “accidental” había sido la decisión de venirse a la ciudad de México, donde luego de una noche al amparo de una obra en construcción en la Raza, un albañil le recomendó buscar trabajo en Ecatepec.
Igualmente “azarosa” resultó la historia del Güitas para desaparecer.
Después de lo del dedo fue de viaje a su pueblo, como él mismo y otros hacían de vez en vez. En su caso yo imaginaba que el motivo era agarrar fuerza donde estaban sus recuerdos y se lo respetaba, para continuar la vida de la ciudad y sus alrededores, en los que una persona podía andar kilómetros sin que nada ni nadie lo reconociera, convertido en paisaje, digamos.
Si bien él no acostumbraba a perderse en ese anonimato, y salía muy poco de las dos docenas de manzanas en torno a su casa en la San Miguel, que eran una especie de extensión de sus rumbos en Zacatecas. Pero no había fábrica en la que hiciera huesos viejos y se incorporara de lleno a las cofradías de los compañeros de trabajo. Para nosotros eso tenía la virtud de ir dejando la semilla del descontento en muchos lados, cuyos frutos a ratos recogíamos luego.
No nos dábamos cuenta de que a pesar de lo seguido que hablábamos con él de cosas personales, fuera de Fidel, la Lombriz y sus demás paisanos, lo entendíamos muy poco.
Se fue de paseo al pueblo, pues, y a los quince días recibimos la noticia:
-Mató a dos.
Se intuía la violencia contenida en Guadalupe, ¿pero matar a alguien? ¿Dónde quedaba su esencial nobleza y el espíritu de justicia que no nos inventábamos había en él? ¿Dónde? Precisamente en los pormenores del suceso.
Corría el dinero fácil en el pueblo, cuando el tráfico de drogas resultaba cuestión de niños comparado con el de después, pero dejaba ya buenos dividendos. Eso hacía que todas las semanas hubiera juegos de naipes con montes que daban para vivir por meses a una familia. Los organizaba el par de narcos de la región.
Con ellos echó unas manos el Güitas. Al terminar, hasta el último peso sobre la mesa estaba del lado de él. Los malos, que lo eran de veras, sacaron las pistolas, y obligarlo a dejar la cosecha de horas de batallar contra sus trucos, les dio ocasión para cobrarse lo que realmente les dolía, y no el dinero, que podían reponer en un santiamén: el orgullo sobajado. De modo que, a la vista de los que habían abarrotado la cantina tras los rumores rápidamente esparcidos, se divirtieron de lo lindo humillando al de la San Miguel.
Fiel a los mismos principios de cuando armaba borlote en la fábrica, por un maltrato a su persona o a la de sus compañeros, Guadalupe fue a su casa y tomó el rifle. Con la paciencia y el olfato del buen cazador que había sido desde niño, se apostó en un árbol sobre el camino que los tipos debían recorrer.
Nunca más, hasta hoy, volvimos a verlo. Que estaba vivo se sabía por los chismes.
Quiera Dios así siga y lea esto.
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Un día dije que el abuelo me guió al Santo Lugar. Es verdad de una cierta manera. A la familia de él, a mi madre y la abuela, y a su gente debo la esperanzadora, afanosa búsqueda de raíces como las de ellos, quienes sin faltar sábado de mi infancia asaltaban con cantares y anécdotas a carcajada limpia el hogar donde crecía, probando cuán rica era la vida del pueblo al asumirse plenamente, en tanto presente, pasado y promesa de futuro. Para entonces el abuelo había muerto.
Antes de llegar a tierras de Nabor y el Güitas pasé el fantástico, apretado año en el cual conocí a Filiberto, a Cristina, Malaquías y muchos más en los rincones del país oculto a los  discursos públicos. Nada se resistiría a ese portentoso erguirse de los condenados de la  tierra, que volvía el mundo al revés.
Juré no apartarme jamás de ellos y así fui a dar al Santo Lugar, en las afueras de mi ciudad. Me llevaba no lo que a mis compañeros de origen universitario con los cuales hacía el camino, quienes se comprometían exlusivamente por razones políticas.
Al poco fui su formal representante allí y defendí luego la plaza a capa y espada, mientras otros iban y venían. Cada vez más el Grupo se descomponía por el diario roce con el poder y terminaría proponiendo cosas absurdas para esos barrios obreros y sus zonas industriales. Pretendían que el Sabio Analfabeta y los otros, hombres todos, se les incorporan a título de cuadros políticos de vago proyecto, en reuniones en las cuales cada vez más privaba lenguaje y una visión de la sociedad y de sí mismos, por completo ajenos a ellos. ¿Y las familias, tan o más importantes, y la intimidad de nuestras relaciones, que convertían a Agustín y a Simón el Grillo en mi compadre y mi “comadre”, como testigos en el registro de nacimiento de Él? ¿Y las tardes de billar o las escapadas a los tugurios con el Jarocho o con Pedros y sus compañeros, prohibidas por “la moral revolucionaria”?

Nada tenía que ver con tamañas desmesuras cuando en los hechos el Grupo olvidó el lugar. 

martes, 1 de septiembre de 2015

Corpus Christi, Texas, 20 de diciembre de 1845

Cerca de dos años durará lo que pronto iniciarán las columnas estadounienses estacionadas en Corpus Christi, Texas, en diciembre de 1845. Cada momento es único, irrepetible, con las historias personales que van dentro de él. Por ejemplo, el de la fogata que un guardia rural texano convierte hoy en inmejorable escenario para sus relatos. La luz de maravillosa inconstancia, subiendo, bajando, escapando sin aviso a este lado y aquel, juega con la noche a esconder y revelar a la veintena de hombres que escuchan, y así, pongamos por caso, una mano noblemente trabajada parece cruel y una mueca labrada a punta de resentimientos simula ser una sonrisa.
Lo que no cambia es el olor a tierra y a sudor de siempre de estos seres del montón en los cuales la literatura de la época, con grandes revoluciones a sus espaldas, empieza a descubrir un universo de emociones y no la monotonía de existencias agotadas en sus tareas y sus penas, hasta ahora dada por supuesta. Aun así en la memoria de la intervención que se aproxima no habrá en ellos, ni en los demás soldados de línea, sino una masa informe cuyo único valor será el número y la disposición de obedecer.
Más de la mitad –alemanes, ingleses…- ha perdido lo poco que tenía, abandonando los lugares que eran la razón de ser de generaciones anteriores, para venir al Nuevo Mundo y escapar del hambre, de las cárceles de vagabundos y de su conversión en apéndices de hileras de máquinas metidas en infectos galerones. El resto, nacido en el país, carga una lista de inútiles empeños para cumplir las expectativas que les ofreció la Tierra de la Gran Promesa. Por eso están unos y otros aquí, cambiando los sueños por una paga vil y la muerte factible.
Hay un abismo entre ellos y la oficialidad reunida más allá, con sus bien erguidas figuras, su desenfadada gesticulación, su seguridad toda. Ésta encarna el sentido del individuo como culminación de la historia que pronto recreará Walt Whitman, el poeta, hoy todavía un joven periodista entregado a promover la guerra contra México.
Para ellos, como para El canto a mí mismo de Whitman, “La atmósfera no es un perfume/no tiene el gusto de la esencia, es inodora,/ha sido creada desde la eternidad para mi boca”. Se gustan con “el vaho de mi aliento”, “mi respiración e inspiración”; sienten “placer al oír el sonido de mi voz” y, siempre uno por uno, van a bañarse “al mar,/para admirarme a mí mismo”.
Quienes se reúnen al calor de la fogata, con su absoluta desposesión han ganado una libertad que sus antepasados no imaginaron hubiera. Es una libertad agria, que los hace conocer la apabullante soledad de quien ha perdido la conciencia de tener sentido por ser el eslabón de una cadena interminable, pero gracias a ella no están dispuestos a aceptar por más tiempo que el mundo se hizo de una vez y para siempre destinándolos a cumplir cuanto otros dispongan para ellos, incluidos los oficiales con su feria de vanidad.
Brian O´Donnell no. Continúa siendo uno de esos seres que no se reconocen nuevos, aunque su soledad aquí sea tan o más dolorosa que la de sus compañeros. Prudentes metros aparte del círculo del guardia rural, contempla la luna, cuya carátula ha empezado a descubrirle no la llana sombra que mostraba en el cielo irlandés, sino la figura de un conejo. ¿Estaba oculta en aquél o es que esta luna es por completo distinta?
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Los soldados en torno a la fogata conocen la brutalidad y las oportunidades de la industrialización un siglo antes que el abuelo y los suyos y con ciento cincuenta años de adelanto al Jarocho, el Grillo, don Alfredo.
O´Donnell sirve de puente entre todos ellos, y lo hace también la madre del Belarmino original, pongamos por caso, a quien una afortunada casualidad dio el mismo nombre que la mujer de Sancho Panza: Teresa.
A su manera ambos son como el padre de Domingo, el dirigente de luchas urbanas casi al principio de nuestro relato.

El hombre de Arán

El hombre de Arán (1)
Arán es un isla al noroeste de Irlanda al que las furias del Atlántico del Norte intentan vencer hace miles de años. Un corazón de roca limado hasta no quedar sino los acantilados que resisten alzándose treinta metros o más para evitar apenas la insistencia o el coraje del mar, cuyas lenguas alcanzan las alturas y amenazan llevarse a los desprevenidos. Así, el estruendo de las olas estallando sin pausa, es la Arán fiel a la demostración del poder terrible de los elementos y del tesón y la capacidad de sacrificio de los hombres y las mujeres, que saben que la tierra es madre, amiga a ratos, pero por encima de todo fuerza desatada, sin conciencia de los seres pequeños como ellos.
El hombre de Arán (1)
A media tarde, en el único cuenco en la pared donde un pequeño rompiente modera lo poco que puede el fragor del océano, entre el estruendo ensordecedor una mujer y un niño estiran los brazos como si con ellos avanzarán por encima de las piedras y la espuma los tres mes metros que el sentido común les impide, siguiendo con mirada de pájaro el bamboleo sin mesura de una barca que tantea la lógica de la corriente embrutecida por sus impulsos hacia atrás y hacia adelante. Un poco antes de donde la ola se decide tres hombres protegen con un instinto animal olvidado por el resto de los europeos, la cosecha de peces recabada en días de trabajo y la madera que la desolada perspectiva de la isla, sin memoria de algo parecido a un árbol, explica es la diferencia entre la vida y la muerte.
Hay en la mujer un gesto que recuerda a los indígenas mexicanos y a esa suerte de naturalidad que los occidentales califican de infantilismo. Incapaz de hurtar las ideas, su rostro, hablando sobre todo por los redondos ojillos claros, pasa sin tránsito del pavor a la ira, entre la más entrañable conmiseración y la conciencia de la necesidad de mantener la cordura, mientras el hijo se esfuerza en imitarla y, por instantes, vencido por la fuerza del mundo se atribula.
La barca aprovecha como puede un empujón y esquivándola busca saltar la primera línea de la rompiente. Se vuelca expulsando su carga y mientras los hombres la someten, la mujer, ancha, pesada, que no se aviene al ritmo del agua, deshaciéndose del hijo se afana tras la red enrollada en las rocas. La tiene, hace por salir, la pierde, vuelve a ella, trastabilla, cae, persiste, gana unos pasos, tropieza de nuevo, la malla se le va de las manos, no sabe más qué hacer. Los hombres la ayudan, escapan todos, la mujer no deja de mirar hacia atrás calculando la pérdida. A salvo, ellos delgados, nerviosos, juntos se conduelen un momento, alcanzan los cinco metros cuadrados de la playa y sonríen recordando los revolcones de ella, a quien vuelve a iluminársele la cara. 
Es otro día y el niño se alela contemplando la cara de su madre, el tono rojizo de la piel trabajada por el viento y el agua, el par de mechones que escapan a la ristra del cabello, en un canto a la vida contra las nubes que pasan rápidas, bajas, en hilachas. El niño, de nombre Brian O´Donnell, da la vuelta y es inmensamente feliz al moverse por los escalones de piedra lavada, para pescar con su cuerda desde veinte metros de altura. 
Para él la vida es así y también el disfrute de la vista de una ballena sujeta al costado de otra barca, que comparte con las familias todas del promontorio, ahora seguras de que habrá aceite suficiente para sus lámparas y carne y sebo y gruesa piel para muchas cosas más, y que se apuran a meterse al agua en la ceremonia de formar una misma, sola entidad, repartiéndose entre chanzas las labores de llevar a tierra al animal. 

Brian no lo sabe, pero a Arán el aislamiento lo preserva de algunos grandes cambios y en esos comienzos de los años 1830 parece conservar lo que va desapareciendo del resto de Irlanda. Allí el momento singular se retrotrae ante el tiempo largo, de montañas y ríos, de mares y estrellas, igual que lo individual frente a la colectivo, de ese modo más íntimamente reivindicado, sin olvidar nunca su pertenencia a algo superior: Erin y sus desgracias.


De evangelios

Chillidos que rasgan o juntan metal; soplos de fuego cuya fuerza parece salida de un cuento; muescas y cadenas chocando en su carrera sin pausa. Don Carlos puede precisar de donde viene cada sonido, no quiere y se hunde en el mar de ellos y en su eco al rebotar contra los muros que se alzan treinta metros por el galerón enorme, mientras le baja a la fuente de calor. Y no es porque la caldera urja su atención, se esfuerce en no darle tregua y amenace con achicharrarlo.
Hace mucho aprendió que las máquinas tienen mucho de tiranas y mucho de niñas mimadas, y juega con sus ritmos sin temerles, de modo de darse tiempo para intercambiar noticias y chanzas, recordar esto y aquello, hacer cálculos para mañana y después de mañana. Todo, orgulloso del hombre en el cual se ha construido durante sesenta y dos años de vida, en buena parte gracias a lo aprendido del padre, de la madre, de los abuelos, que están ahí, al lado, más a lo cierto que si colgara sus retratos, como en las ciudades de Puebla y Veracruz donde crecieron.
Don Carlos pertenece al Santo Lugar, como llamo al Ecatepec de los años 1970 y 1980, el municipio connurbado al norte de nuestra ciudad.
Cuando la época inicia casi todos nuestros personajes en el lugar estaba por construir sus hogares y crecerlos con espacio para las familias de los hijos. No lo hicieron antes pues no tenían dónde o habían levantado apenas un par de piezas o simplemente eran demasiado jóvenes para preocuparse por eso.
Cuando lo hicieran estarían siguiendo los pasos de Carlos. ¿Serían conscientes de ello o sólo responderían al sentido común de los hombres, mujeres y niños que en familia o a solas y por millones abandonaban el campo buscando, con los nuevos trabajos, raíces y un techo que sirviera de faro además de cobijo, para ellos y para quienes los siguieran?
La historia se repetía por el mundo hace dos siglos y nunca era igual. De hecho estas tierras la vivieron en pequeña, escala y agravantes casi cien años atrás.
En todo caso, en sí mismo y en lo que le legaron sus padres, Carlos López llevaba sesenta años desarrollando una forma de vivir y ver al mundo, que los demás apenas empezaban a crear.
El papá, don Ramón, fue encontrando una manera de entender el suceso y transmitirla al hijo, y éste hizo luego otro tanto. Un evangelio, en consecuencia, testimonio de la revelación.
Yo había escuchado otros allí y décadas después de mi marcha encontré sólo a don Carlos y Leopoldo y debo apelar ahora al recuerdo de la sagrada nueva interpretada por Mario el Jarocho, Simón el Grillo, María la del viaje; Agustín, Nabor, Cristina, el Güitas y los demás.
Lo esparcían por el valle casi vacío al principio, que imperceptiblemente crecía a una velocidad desconocida en el país de suyo precipitado entonces. Por cinco se multiplicaron en diez años los pobladores y durante los próximos otros tantos asaltarían la sierra hasta su coronilla.
Aun así tenían tiempo de madurar su experiencia. En realidad les bastaba un tris para hacerlo y reinventarse y reinventar la porción de ciudad a su mano, como hacían sus semejantes en el resto de ella misma y en cuantas encontraron, que fueron todas entre dos millones de kilómetros cuadrados. 
En tiempo el evangelio de don Ramón y don Carlos se retrasaba apenas un poco al que mi abuelo construía en un rincón al otro lado del mar. Hay mucho de distinto y de igual en ambos.
El de los primeros inicia con los abuelos de don Carlos, que nacieron cerca de la ciudad de Puebla, ya viejos, asentados en Córdoba, Veracruz, en casa del esposo de una de sus hijas, al que ayudaban en la tienda. Murió él y ni ella ni Ramón estaban dispuestos a seguir de arrimados.
El tío había escogido el camino de aprovecharse de cuantos pudiera, y si bien declaraba a la familia que todo era de todos, no le daba un quinto a nadie. Entonces el papá de Carlos se fue de aprendiz con un herrero italiano y la abuela resolvió regresar a Puebla.
Antes la mujer dio la primera gran lección al hijo, que tenía catorce o quince años:
-Te voy a entregar tu libertad.
Eran momentos en los que en los arrabales de las ciudades y los pueblos grandes, muy parecidos a chiqueros, muchos, como Chucho el Roto, Barrabas y otros a quienes Ramón conocería trabajando en los astilleros de San Juan Ulúa, se daban a la "inútil revolución de los bandidos"(2), al lado de miles de mujeres que se volvían prostitutas y de mendigos echándose a la calle en plaga.
Doña Macedonia llevó al muchacho a una esquina y mostrándole las dos calles le dijo:
-Si te portas bien estarás bien con la sociedad. Si no, vas a ir a parar a la cárcel.
Al poco Ramón se halló en el tren al puerto de Veracruz. Uno de sus hermanos prometió acompañarlo, pero al final prefirió un segundo camino: el de agachar la cabeza para conservar la tranquilidad, quedando al amparo de la tienda y la casa del tío, de donde nunca saldría, para llevar una triste, oscura vida.
El padre de Carlos tomó el tercer camino, al que lo había alentado su madre, y fue a dar a los astilleros de aquél San Juan de Ulúa. Fue siguiendo el instinto del aprendiz de artesano que era. No se usaba todavía la soldadura y los hierros se pegaban con puros remaches. Alguien preguntó:
-¿Qué, no hay un pailero por ahí?
Él levantó la mano, aunque sabía muy poco de eso. Con las máquinas, había aprendido, todo es cosa de decidirse y no temer a los peligros, y ayudado por dos presos que entendían de la cuestión, echó los remaches y se le hicieron bolas.
Uno de los presos quería comérselo vivo y Ramón lo contuvo diciéndole lo que millones de trabajadores y trabajadoras fabriles dirían luego:
-Enséñame bien.
Así fue y el joven hizo algo que también sería común entre la clase obrera: se puso a trabajar las horas que fueran, para dominar el oficio.
El día de raya le colocaron un montón de pesos delante y él tardó en agarrarlos, pues le parecían muchos. A los tres, cuatro meses, a la manera de los hombres de su tipo en todas partes del mundo, lo primero que hizo fue vestirse bien, sin que le faltara un reloj de cadena, signo de holgura.
Su siguiente paso fue el de cualquiera que valorara su orgullo: regresó a Córdoba a visitar a la familia, y obtuvo la enorme satisfacción esperada. En el zaguán apareció una de sus tías y le preguntó:
-¿Qué se le ofrece, señor?
-¿Qué, no me conoces? –contestó él estirando su figura hasta el cielo.
En este fragmento del evangelio en apariencia simplón, va oculta la épica que la celebridad de mi abuelo Belarmino permite observar.
trozo de historia y la hay
Después vinieron los que para un trabajador de la industria fueron los extraños tiempos de la Revolución. Los variados campos mexicanos encontraron en ella oportunidades de redención. O unos de ellos, para ser precisos, en tanto otros no eran alcanzados. Salían de las más profundas sombras y se convertían en los mejores agentes del movimiento armado, que reconectaban con una lucha de siglos por defender sus derechos. Los obreros y obreras no. No hallaron su puesto.
Lo que le quedaba a Ramón era continuar desarrollando el espíritu de la clase que tardaba en madurar. Se hizo del gremio ferrocarrilero en una casa de máquinas y se cambió a Paso del Macho. Un día llegó un general con su tren cargado de federales y a la locomotora venía saliéndose la tubería.
-¿A ver quién es el macho pailero aquí? – gritó. Era un bruto, como todos los de su especie, y quería que le arreglaran la máquina sin enfriarse, para continuar la campaña. El papá de don Carlos le dijo que así no se hacían las cosas y lo agarraron preso. Entonces vio venir a tres mecánicos y sabiendo lo que sabía de las calderas, que para él se habían convertido en las ariscas comadres a las cuales debía tratarse con inteligencia, les advirtió:
-Tengan cuidado.
-No venimos a que nos enseñes –le contestaron, y se pusieron unos costales mojados y se metieron por el registro, en el que nada más cabía un hombre. Como fuera le pegaron el tapón a la caldera. Ésta respingó soltando toda su presión. Los tres hombres querían salir y ninguno pudo: terminaron cocidos.
Entonces Ramón demostró el insustituible lugar que se había ganado en el moderno mundo cuya vía el país empezaba a transitar. Arregló los tubos con un expansor, puso otro tapón y llenó de vuelta con agua la caldera, tan eficientemente como un médico o un ingeniero en sus asuntos.
Luego continuó su travesía y fue a dar a Atlixco, Puebla, a manejar unas calderas de leña. Los sindicatos se extendían por la república, el gobierno expidió la primera ley laboral, él se hizo secretario de trabajo de uno de oficios varios y agremió a unos albañiles. Al poco éstos se le acercaron mal encarados:
-¿Ya ves? Por sindicalizarnos nos quitó el trabajo el patrón. A ver cómo le haces para arreglarlo. Si no –remataron, probando una rústica forma de poder obrero- te matamos.
El ya don Ramón, porque se había casado y tenía hijos, fue a la oficina del patrón y le dijo:
-Señor Peralta, está usted robando a sus trabajadores. Tiene usted una librería y no ha leído la Ley Federal del Trabajo.
-A ver, pasé usted –respondió el otro. -¿Cuánto quiere para arreglar el problema?
-No, yo lo que quiero es que se le arregle el problema a los albañiles. Y si no nos arreglamos vamos a ir a Conciliación y Arbitraje, a acusarlo de que usted les está robando.
-No, ¿por qué?
-Porque la ley dice que el sueldo mínimo es 1.37, y usted les da 50 centavos, y a los maestros les paga 1.50 y debiera darles el doble.
-Ah, no, pues vamos a arreglarlo –dijo el empresario.
-Pues salga usted horita e infórmele a los albañiles.
Así fue, y en lugar de que los de la construcción mataran a su líder, lo invitaron a brindar en la pulquería.
La familia volvió a echarse a andar, hacia otra fábrica cerca de Atlixco, donde el hombre se ocupó de una caldera que funcionaba con chapopote. Era cosa de calentar bien la pasta, a 250 grados, para que se hiciera casi agua y el quemador se prendiera como un mechón. Luego el secreto estaba en nivelarle bien el aire.
La esposa era joven y bonita y unos de la factoría querían quitársela. Andaba bien greñudo él, según la moda, y un día llegó a prender su caldera y encontraron el pretexto para cargarle sus envidias:
-Está usted castigado por venir con mucho pelo.
-¿Por qué se van a meter en mi vida privada? –rechistó, afirmando el orgullo por el cual estaba dispuesto a pagar lo que se necesitara. -Si quiero andar con trenzas, es mi gusto. Ahí está su trabajo.
Y de vuelta todos a un camión, esta vez a la ciudad de Puebla. Carlos esperaba trabajar de lo que les había enseñado el papá, cuando le llevaban los tacos y los introducía en los misterios de la caldera -el cristal, el manómetro…-, pero no hubo modo y entró con él a una planta textil, ambos de aprendices de tejedores. De todas formas para el muchacho era un gran gusto entregarle semanalmente el dinero a la mamá. Ella le daba su domingo, para ir al cine.
El orgullo del padre no paró de mudarlos de ciudad. Tanto, que a Carlos no le importó que en uno de los cambios a don Ramón lo metieran de barrendero, pues les dieron una casa en un lote con muchas frutas y un pozo. Era la oportunidad de quedarse quietos. Pero algo sucedió y volvieron a rodar de un lado para otro, hasta el Distrito Federal,
Quizás por eso cuando se dio la ocasión de entrar a las plantas de la Sosa, por de una buena vez quedarse fijo a la tierra nuestro amigo estuvo dispuesto a cuanto fuera, excepto una cosa: renunciar a los principios aprendidos de su progenitor.
Para 1973 él no era, pues, como el resto de los personajes del Santo Lugar, que llevaban poco tiempo en las ciudades y en la industria. 

SIGUE

viernes, 28 de agosto de 2015

Para morir iguales II

Erin
Los dientes que ves aquí, 
sobre el anciano esqueleto, 
una vez mascaron nueces amarillas 
y devoraron el pernil de un toro
Es Oisin, gran dios guerrero celta, el que se lamenta en voz de un temprano poeta cristiano invadido por la melancolía. Como eso parece ser Irlanda: altiva, desgraciada, nostálgica. Parece, nietos, pues un pueblo no puede dibujarse de un trazo, ni de cientos, quizás.  “Gloriosa, piadosa, inmortal memoria irlandesa”, dice un gran escritor, y otros: 
“Nuestro innato conservadurismo..." “Una misteriosa unidad espiritual, una homogénea identidad marca a este pueblo hoy como hace dos mil años.” “La tradición irlandesa puede compararse con el fluir de un río. Cuerpos extraños pueden caer en él o pasar por él, pero no desvían el curso del río.” “De hecho, el problema con Irlanda es que una tradición, una vez echada a andar, jamás se detiene.” Y es que “el irlandés, como Orféo, siempre mira hacia atrás”.
Nuestro cuaderno a ratos es azaroso, S y E, y si algunas historias le nacieron de dentro, otras las encontró en el camino. Con Erin, como llaman a esta isla, vinimos a dar por Brian O´Donnell y sus compañeros, a quienes los libros tratan de las más estúpidas maneras. Fue una gran sorpresa y no cometeré el gravísimo error de creer penetrar en ella.
Andamos a saltos por dos mil años para detenernos en el momento que Brian y los demás nos piden.  
Allí donde ningún soldado de Roma posó el pie y las invasiones germanas no se acercaron, pervive el mundo celta que marcó al occidente europeo en la antigüedad, dicen. Un mundo celta que con la decisión del imperio romano de abrazar la Iglesia de Jesús, en el resto del subcontinente se vio obligado a desaparecer o a esconderse dentro o fuera de la nueva fe.
El mundo celta: “pueblo de clanes y de asambleas”; “una conciencia aguda de un universo lleno de hadas, trasgos y duendes”, de mitológicos personajes que en la isla como a la deriva, en el extremo donde Europa empezaba a confundirse con el océano de incógnitas y fantásticas manifestaciones, tenían tiempo para madurar, aunque fuera en el recuerdo. Porque el evangelio no llegaba a estas tierras en las órdenes del emperador, en manos de obispos, con bautizos forzados y al amparo de espadas deseosas de cortar cabezas, sino a través de la palabra de monjes como el después santo Patricio, que encontraban en el país el paraíso de sus sueños ermitaños: 
Puedo tomar mi fruta de un manzano, como en una posada, 
o llenar la mano donde los avellanos se cierran sobre mí. 
Un pozo claro me ofrece lo mejor para beber
y en la orilla una plácida cama de berros se me tiende
Dicen, aclaremos a cada paso. Que son sueños nacidos de la vida tribal, entre los bosques, deambulando por los montes con los animales, para hacer de Irlanda una extravagancia a la cual un Papa medieval trataba de someter calificándola de “diabólica”. Antes de que literalmente todo se lo lleve el diablo, trescientos años antes de que nacieran nuestros amigos, católicos como más de tres cuartas partes de los habitantes de una Irlanda donde la religión tiene un significado étnico e histórico preciso.
Al abandonar la isla, O´Donnell es uno de los cuatro millones de miserables cuyas figuras reparten por el mundo los relatos de desgracias contemporáneas. Por pantalón un fustán zurcido cien veces en las rodillas y en las nalgas, perdido más de un botón, que se deshilacha. Cubriendo el pecho un inmundo, picoteado jirón negro de lana, que la chaqueta corta, heredada de padres a hijos, protege como puede. En la cabeza un gorro de fieltro acompañándolo hasta en el sueño, y en los pies, una de cada dos veces, nada.
Los extraños llevan siglos calificándolos de “supersticiosos”, “borrachos”, “ladrones”, “brutos”, “víboras”, “degenerados”, “salvajes”, “caníbales”. 
En 1845 entre quienes los gobiernan o visitan es frecuente encontrar comentarios como estos: “Algunos historiadores dicen que son muy afectuosos con sus hijos, pero no es fácil descubrir en qué consiste esa ternura, porque su comida no es mucho mejor que la que le dan a los cerdos.” “Aquí la suciedad es la perfección de la pobreza, y su gran causa, la holgazanería.” 
Menos que humanos, pues, condenados por su naturaleza a un tristísimo futuro, conforme concluyó hace rato un caballero inglés: “El carácter voluble de los irlandeses se opone a que tengan jamás instituciones libres. El irlandés pertenece a una raza inferior”.
Por más desprecio que Francia, Inglaterra y el resto de la Europa feliz sientan por sus vecinos pobres –balcánicos, griegos…- esta manera de calificar a los habitantes naturales de la vieja Erin no se aplica a ningún otro pueblo del continente. Con ellos el tono se parece mucho al empleado con los hombres y mujeres del África negra o del sureste asiático, o con “una banda de salvajes americanos”, según observó viajero. Y no es casual, no es casual en absoluto, conforme nos dirá otro cuaderno, Ohsis.

El Ojitos
Me había acostumbrado a andar bien avanzada la noche por el Santo Lugar, y un miércoles bajé del autobús en la contraesquina de la fábrica donde trabajaba Agustín, cuando salía el segundo turno. La sombra era gruesa y no supe de dónde saltó el mocoso de cuatro patas que me asustó con su ridículo ladrido. Debía tener dos meses de nacido, y sus ingenuos ojos brillaban coronando el circo que hacía para conquistarme.
No se podía evitar sonreírle, ni que él malentendiera el gesto y me siguiera convencido de haber ganado al fin un hogar. Al fin, digo, pues parecía llevar un buen rato así y entender ya que si luego de unos metros no había un nuevo signo de amistad en el interfecto al paso, debía probar con el próximo, y me dejó al cruzarnos con un paisano.
No le hizo el mínimo caso el hombre, sin duda acostumbrado a escenas de ese tipo, y como volteé interesado en su suerte, regresó. Avanzando a la manera de dos buenos amigos expliqué la situación, le pareció una muestra indubitable de haber conseguido el objetivo y no paraba de dar brinquitos y ladridos eufóricos.
Pensé en llevármelo a la huelga pero alguien se me había adelantado un par de días, con no pocas protestas de los demás. En esas estábamos al bajar al arroyo en la esquina, cuando a unos metros en una sola acción un trailer arrancó y prendió las luces. Con dificultades el inexperto Ojitos dio marcha atrás antes de que se lo llevara el diablo.
Paso un par de tensos minutos, yo volviendo al discurso y él mirándome con el espanto que le había dejado el animalote aquél y el descubrimiento de un lado hasta ahí desconocido del mundo de espantos al cual lo habían entregado. No sé lo que habría hecho yo de no atravesar una pareja y a la mujer venírsele la ternura al contemplarlo. Con ellos reanduvo el camino y volví al mío.
Una hora después Juan de Dios me pidió que lo acompañara a su casa por un anafre, creo, y el Ojitos continuaba en su búsqueda, ahora desesperada e inútil, pues para entonces la noche se había quedado a solas con sus fantasmas.
Al olfatearnos echó a correr en dirección nuestra, pero íbamos por la banqueta contraria y los arrestos para repetir la experiencia de cruzar se le acabaron con el rugido de un horno que despertaba. Dio un giro enloquecido, la máquina cobró fuerza y salió de estampida.
La desesperación debió obnubilarlo, y nosotros de vuelta a la huelga, no estaba más en la misma acera sino en la de enfrente, donde la empacadora, presentándole su espectáculo al policía de la caseta, que en su infinita soledad lo festejaba. Sonó un claxon, el policía se levantó disparado para abrir la puerta y el auto que salió por ella casi le arrancó la cabeza al enano, quien de nuevo se dio a la carrera.
La mañana siguiente encontré a nuestro amigo una cuadra más allá. Seguramente de un puesto o de una bolsa con el almuerzo había caído lo necesario para llenar la pequeña panza, y se divertía con los paseantes. No iba más suplicando detrás de ellos, sino juego tras juego, de modo que en apariencia le había encontrado el gusto a la incertidumbre.
-Así es esto –debía decirse-, y no está mal. Un poco peligroso, pero entretenido.
Subí al camión con un par de compañeros, contagiado por su optimismo y su espíritu libertario.
Al terminar la tarea cuatro o cinco horas después lo descubrí desde la ventana, antes de apearnos. Era un montoncito de carne muerta al borde de la calzada.

El Sostén del Cielo y sus cenizas
En 1763 el jefe Pontiac y sus médicos-profetas recibían el mensaje del Amo de la Vida y lo lanzaban al viento: los blancos no son huéspedes de un momento; han llegado para hacerse amos de todo y es preciso liquidarlos. Pero veinte años después sus palabras no habían alcanzado el nuevo reto que se abría a la colonización. Qué de extraño. El de los indios de Norteamérica es un mundo. Un mundo de leyes particulares, con su par de continentes separados por el río Mississippi, y sus países a montones. 
Pontiac había hablado desde la nación de los Ottawas, hacia los Grandes Lagos donde se fijaría la frontera de Canadá. Allí donde mucho después la memoria aseguraría que el primero de los hombres debió vencer a gigantes y magos, al espíritu de la noche y a una corte de demonios, duendes, brujas y caníbales. Lo aseguraría sin saberlo a lo cierto, pues pasada la mesiánica rebelión no quedaría siquiera lo suficiente para crear una reserva y las viejas leyendas serían una confusión de estampas desdibujadas por los años y de exóticas interpretaciones blancas. De qué manera saber así, por ejemplo, cómo era en verdad Gran Conejo, su magia y los prodigios de los espesos bosques que recorría a saltos de kilómetro.
En todo caso el país de Pontiac, a pesar de su vida aldeana y sus campos de maíz, comunes al conjunto de los pueblos al Este del Mississippi, estaba a una gran distancia física y mental de las naciones cerca de las cuales crecería Taylor. En particular, de los últimos hijos naturales de los Apalaches, los cheroquies, que habían sido amos de los enormes territorios que caen a un lado y a otro de esas montañas. Una nación que descendía de la gran cultura que cuatro siglos antes de la llegada de los europeos había florecido en los campos del sudeste: la de centros de incipiente vida urbana, con sus plazas, sus templos ceremoniales y sus residencias para las elites, en torno de los cuales se desgranaban las aldeas y las huertas irrigadas.
A diferencia de la mayoría de los pueblos de Este medio norteamericano, ellos apenas hacia mediados del siglo XVIII habían enfrentado el gran choque con los extraños. Eran extraños absolutos, no comparables ni con los nómadas del país fantasma, la Tierra de Sombras del Oeste, justo tras el sagrado Mississippi, que según una leyenda descendían de la tribu que se negó a seguir los consejos del dios fundador vuelto hombre y no conocían el cultivo de las plantas, los secretos de los cestos o el favor de las plegarias.
Los otros, cósmicos forasteros venían de más lejos todavía que el Galun´lati, el confín al cual fue expulsado Uktena, el monstruo del agua, haciendo vacilar las historias de los ancianos. Pero los cheroquies trataron con los blancos y buscaron sacar partido de la situación, vendiéndoles los derechos de una buena parte de sus campos. ¿Por qué no si a pesar de la constancia secular de su vida aldeana, de sus cultos y divisiones del trabajo, igual o mejor que cualquier otro pueblo indio se acostumbraron a los continuos e imprevisibles reacomodos de un mundo donde la vida sedentaria se ensanchaba o estrechaba de súbito y las migraciones eran un fenómeno estructural?
Cerca de los años mil ochocientos no sólo cedían las tierras de Tennesse y Kentucky, y sellaban pactos con los recién llegados. Atendían a sus pastores de almas, tomaban su alfabeto para darse una lengua escrita, hacían alianzas matrimoniales con ellos y abrían espacios para la plena propiedad privada que, en unos cuantos radicales casos, permitían crear estancias trabajadas por esclavos negros. 
¿Había pecado en ello? ¿Olvidarían de ese modo que todo comenzó cuando la tierra se desprendió de las cuerdas de cuero pendientes de los costados del cielo y las enormes alas de un animal salido de las aguas donde la vida se había refugiado, crearon como sin querer, del lodo, las montañas maravillosas reservadas para ellos? ¿Renunciarían al sol concebido como mujer, al consejo de los sueños, al parentesco con Abuelo Águila y Abuela Araña, al conocimiento de Hombre Pequeño, capaz de transformar a los hombres en serpientes, de mover estrellas, de atemperar la luz o los vientos?
El hecho es que menos de cien años después no pueblan ya las ricas tierras aquéllas y no viven en pacíficos asentamientos agrícolas, sino en la América Árida a un lado y otro del Bravo, la región más lóbrega del País de Sombras del Oeste, y se especializan en feroces incursiones contra los blancos. 

Eso, su presencia en estos lados y su belicosidad, quizás sorprendería al Rudo y Listo Viejo. Eso y nada más, ya que la primera parte del exilio cheroquie el general la conoce de primera mano.

Para morir iguales

No sé cómo organizar las viñetas con ése título, Ohsis. Al principio pensé que debería empezar así:
No importa por donde vayamos nos acompaña la fotografía de un muchacho. Tiene dieciocho años, la piel mulata parece de aceite, los cabellos se le ensortijan y los brillantes ojos negros sonríen.
Al poco de recordar esta estampa que presidía el hogar de Mario el Jarocho, recibí la cita de la Corte de Medianoche(1):
Igualitito que en la obra cumbre del último gran poeta en lengua irlandesa, duermo plácidamente y el reclamo de una metálica voz me despierta:
-¡Eh, tú, vago!, ¿qué haces ahí cuando la más digna corte jamás reunida espera para juzgarte?
Claro, no estoy en el lomo de un río, a la manera del campesino en el poema, sino sobre la cama, y no es una monstruosa mujer de mirada sangrienta quien amonesta, sino El Grillo, metro sesenta de altura, pecho echado pa adelante y ojos de capulín. 
-¡Comadre! –le digo harto contento de verlo luego de casi cuarenta años.
-No te hagas baboso y jálale.
-¿Y ora?
-Pues que nos juntamos pa darte con todo.
-¿A mí? -alcancé a preguntar antes de que como en un sueño apareciéramos en el patio de un castillo cuyas troneras echaban humo de fábrica.
Frente a nosotros, el abuelo, Filiberto, uno de los muchachos que no murió en 1524; Bryan O´Donnell, Artemio, la niña que perdió una pierna en un bombardeo, Felícitas, Malena, doña Josefina, Esther, el propio Jarocho,  en gigantescas representaciones de sí mismos se sentaban a una mesa en lo alto.
En la multitud alrededor había muchos rostros conocidos y el resto tenía un impreciso aire familiar.
Acostumbrado a los escenarios con miles de protagonistas, el abuelo no necesitó forzar la voz para que se escuchara a través del eco profundo en el fantástico lugar.
-Mira -dijo extendiendo la mano en un movimiento circular. -Te nos dimos, tan diversos en tiempo y espacio y tan íntimos como deseabas. Y has traicionado nuestra confianza.
Prometo cumplir la tarea y recuerdo a Domingo embobándose con los recuerdos de una bronca toma de predios, para que de pronto, sin venir a cuento, pensaría uno, los ojos se le fueran quién sabe a dónde y decir: 
-Todo fue por mi papá, que vendía pájaros en el mercado y no tenía un centavo y andaba cante y cante.
-0-
Cuanto hay aquí es a viñetas que saltan por el tiempo y el espacio, haciendo malabares para no perderse. Tratan de pueblos que se duelen y luchan. ¿En verdad pueden reconocerse entre sí los protagonistas, como un ente común?
A mi abuelo y los suyos, por ejemplo, los vemos de fines del siglo XIX a los los años 1950 en Asturias, al norte de España, y el Santo Lugar, como llamo a Ecatepec, municipio conurbado de la ciudad de México, para nosotros aparece en la década de 1970.
¿Y los irlandeses del imaginario Bryan O´Donnell transcurriendo por cientos de años hasta 1848, cuando el rastro de él se pierde al sur del Río Bravo? ¿Y Madre Primera, el Niño de Piedra y los otros divinos portentos del universo indígena de Norteamérica, hoy casi pura memoria? ¿Cómo se relacionan con los esclavos del África negra y los exilados alemanes, judíos de la Europa toda, guatemaltecos, argentinos y demás, de los mil novecientos?



miércoles, 29 de julio de 2015

Para morir iguales

No sé cómo organizar las viñetas con ése título, Ohsis. Al principio pensé que debería empezar así:
No importa por donde vayamos nos acompaña la fotografía de un muchacho. Tiene dieciocho años, la piel mulata parece de aceite, los cabellos se le ensortijan y los brillantes ojos negros sonríen.
Al poco de recordar esta estampa que presidía el hogar de Mario el Jarocho, fui citado por la Corte de Medianoche (1).
Igualitito que en la obra cumbre del último gran poeta en lengua irlandesa, duermo plácidamente y el reclamo de una metálica voz me despierta:
-"¡Eh, tu, vago, ¿qué haces ahí cuando la más digna corte jamás reunida espera para juzgarte."
Claro, no estoy en el lomo de un río, a la manera del campesino en el poema, sino sobre la cama, y no es una monstruosa mujer de mirada sangriente quien amonesta, sino El Grillo, metro sesenta de altura, pecho echado pa lante y ojos de capulín.
-¡Comadre! -le digo harto contento de verlo luego de casi cuarenta años.
-No te hagas baboso y jálale.
-¿Y ora?
-Que nos juntamos pa darte con todo.
-¿A mí? -alcanzó a preguntar antes de que como en un sueño aparezcamos en un castillo cuyas troneras echan humo de fábrica.
Frente a nosotros el abuelo, Filiberto, uno de las muchachas que no murió en 1524, Bryan O´ Donnel, Artemio, la niña que perdió una pierna en un bombardeo, Felícitas, Malena, el propio Jarocho, en gigantescas representaciones se sentaban a una mesa en lo alto. 
En la multitud alrededor había muchos rostros conocidos y el resto tenía un impreciso aire familiar.
Acostumbrado a los escenarios con miles de protagonistas, el abuelo no necesitó forzar la voz para que se escuchara a través del eco profundo en el fantástico lugar. 
-Mira -dijo extendiendo la mano en un movimiento circular. -Te nos dimos, tan diversos en tiempo y espacio y tan íntimos como deseabas. Y has traicionado nuestra confianza. 
Prometo cumplir la tarea y recuerdo a Domingo embobándose con los recuerdos de una bronca toma de predios, para que de pronto, sin venir a cuento, pensaría uno, los ojos se le fueran quién sabe a dónde y decir: 
-Todo fue por mi papá, que vendía pájaros en el mercado y no tenía un centavo y andaba cante y cante.
-0-
Cuanto hay aquí es a viñetas que saltan por el tiempo y el espacio, haciendo malabares para no perderse. Tratan de pueblos que se duelen y luchan. ¿En verdad pueden reconocerse entre sí los protagonistas, como un ente común?
A mi abuelo y los suyos, por ejemplo, los vemos de fines del siglo XIX a los los años 1950 en Asturias, al norte de España, y el Santo Lugar, como llamo a Ecatepec, municipio conurbado de la ciudad de México, para nosotros aparece en la década de 1970.
¿Y los irlandeses del imaginario Bryan O´Donnell transcurriendo por cientos de años hasta 1848, cuando el rastro de él se pierde al sur del Río Bravo? ¿Y Madre Primera, el Niño de Piedra y los otros divinos portentos del universo indígena de Norteamérica, hoy casi pura memoria? ¿Cómo se relacionan con los esclavos del África negra y los exilados alemanes, judíos de la Europa toda, guatemaltecos, argentinos y demás, de los mil novecientos?


De exilios
Treinta años vivió en México Luis Cardoza y Aragón abrazado al árbol de su infancia, en el centro del jardín familiar de un barrio de La Antigua, Guatemala, que el exilio dejó tras una barrera infranqueable. Al regresar, el árbol había desparecido, con la calle, que era una irreconocible otra. El escritor no se levantaría jamás de una muerte que hacía vacilar en la nada los treinta años.
Para entonces Pablo Neruda había escrito muy lejos de casa:
Les contaré que en la ciudad viví
en cierta calle...
No se podía ir y venir,
Había tantas gentes...
Todo me pareció brillante...
y era sonoro.
Hace ya tiempo de esta calle,
hace ya tiempo que no escucho nada...
Dulce nostalgia la suya, que podía ignorar la calle impresa en sus compatriotas repartidos por el mundo tras 1973: vuelta silencio y dolor.
Más de tres décadas atrás Victor Serge se paseaba con su inseparable hijo por el bullicio de una noche en la Alameda Central de la ciudad de México, y entre la reposada, sonriente feria de familias se le venían una y otra vez las estampas del último en la serie de exilios que era su vida, y el reclamo de los rostros de los compañeros que quedaron en la Francia ocupada por la Alemania nazi.
Yo no sabía nada de Cardoza, de Neruda, de Serge, cuando en los 1950s crecía en aquella misma ciudad entre dos padres que no abrían la boca para hablar de la Guerra Civil española, sino cuando se trataba de aligerar el drama, y estaban y no en la casita de dos pisos donde nos criaban. S
e adelantaba treinta años al Humberto Costantini que miraba por la ventana la luna mexicana, “chanta”, mentirosa, porque la de verdad no había salido de Buenos Aires, como él casi justo en el momento en que ella, mi madre, hacía las maletas para volver a la España sin Franco y ser de nuevo de carne y hueso. 
Un poco antes Alejo Carpentier discutía el lugar común nacido entre el boom de la literatura latinoamericana, que rezaba: marcharse es la mejor manera de ver el lugar de origen. Alguien revisaría luego la crítica del escritor a través de su serie de artículos La Habana vista por un turista cubano
El alguien decía de este paseo imaginario: "Los exiliados de Carpentier habitan un ámbito atemporal -una suerte de estado de suspensión". 
-0-
En otro cuaderno digo a mamá que en su tiempo mexicano no se daba cuenta de que la mujer de los elotes en la esquina había hecho un trayecto tan largo como el suyo, en cuerpo y alma.


Santa Utopía
De plúmbago, sin amenazas, las nubes casi al alcance de la mano corren rápidas en el día que suda sobre el caserío, donde la sal de mar hace cuatro siglos estampa su huella. Por la vía del tren, entre un millar de paisanos en alharaca, dos costeñas maduras, firmes, desparpajadas, se regodean en los gritos:
-¡Huevo de gallina, no de granja! ¡En Espinal hay hombres, no chingaderas! -refiriéndose al hombre pequeñito, de voz aflautada que acaba de salir de prisión y encabeza la marcha: Demetrio Vallejo.
Es el sábado 12 de mayo de 1972 y cuantos hay allí llevan un mucho acunadas y otro mucho a cuestas dos o tres décadas de trabajos por Utopia, que no está en el santoral ni tiene altares en la Iglesia de Salinas Cruz, cuya torre domina la vista, ni en ninguna más del Istmo de Tehuantepec, del resto del estado de Oaxaca o donde sea en el México de tercos rezos por ella apenas Hernán Cortés terminó su obra.  A comienzos de 1959 ese par de mujeres sin duda estaba entre quienes defendían del ejército el local del sindicato ferrocarrilero, cabeza del gran esfuerzo de trabajadores y trabajadoras por deshacerse del monstruoso aparato corporativo construido para ellos.
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Una mañana de otoño de 2009, en Saltillo comparto un cuarto de hotel con Alfredo Domínguez, un antiguo trabajador de la metalmecánica que lleva medio siglo organizando luchas sindicales y a quien conocí en los tiempos de aquélla marcha ferrocarrilera. Sin duda sabe cuánto lo respeto y mientras nos vestimos vuelvo a dar gracias por la oportunidad de estar de nuevo con él y su gente.
Le hablo del desbordado optimismo que vino el día anterior en la conmemoración de treinta y cinco años de la ejemplar lucha de CINSA-CIFUNSA en esta ciudad, y de las charlas con Nelly Herrera, con María, su hermana y la hermana de Isaías.
-Almirante -le digo-, esas mujeres parecen cristianas primitivas. Ni su abuela las detendrá jamás en la búsqueda de la utopía.
Sonríe de esa especial, como misteriosa manera qué tiene, y suelta una de sus geniales frases:
-Llegará un día en que los cristianos se coman a los leones.

-0-
Tú no sabes nada, nada, dice insistentemente una gran película sobre el horror, y tras una de las más terribles experiencias en la historia, se escriben cosas así: No puedo encender el fuego, no conozco la plegaria, ya no sé cómo encontrar el sitio en el bosque, ya ni siquiera sé cómo contar la historia. Lo único que sé hacer es contar que ya no sé cómo contar esa historia”.
¿Qué diremos nosotros, nietos, que escuchamos apenas el eco de las historias, incluso cuando este su abuelo vivió momentos, con mucho los menos aleves, incruentos, o de más modestos sueños?
No somos coleccionistas de desgracias ni sabios urdiendo verdades. Lo nuestro es… no tengo idea.

Pueblo sombra
En el ancestral universo secreto del pueblo y dentro de la revolución que para 1890 está en curso, van nuevos modos de pensar, lenguajes, actitudes, geografías que el poder político y económico no descifra y que a veces no advierte siquiera. Es ese universo el que da sentido al “monstruo”, quien se moverá por sus vericuetos como muy pocos, en uso de las virtudes y ventajas del pueblo oculto, surgiendo desde la nada exclusivamente si necesita, para mejor tomar de sorpresa a sus enemigos.
Pueblo sombra, pues, tanto más cazador furtivo cuanto más se lo cree incapaz de algo distinto a tenderse en el prado pensando en la inmortalidad del cangrejo.
Del don de hacerse fantasma Belarmino se apropia apenas nace, hasta convertirse en uno de los grandes expertos de su provincia en el tema. Miles de días hace el viaje entre su pueblo y Gijón, y miles también recorre el puerto al modo de esa forma de simple paisaje que las probas familias ven en las de pescadores, alarifes, asalariados de las fábricas.
Entonces una tarde en Lavandera Sandalio se hace de palabras con un peón de las vías del ferrocarril, ambos se lían a golpes y él lleva las de perder hasta que el otro da en tierra repentinamente. Al caer queda a la vista el futuro Belarmo con la más grande piedra que le permiten coger sus nueve o diez años de edad, con la cual tundió al insolente.
Y es que el guaje, en niño, tiene ya aprendido de sobra el arte de la transfiguración. Bien lo sabrá la autoridad cuando tras la huelga general en 1917 lo busque sin éxito en la suerte de trampa que parece la cuenca minera gran escenario de su historia.

El hombre de Arán (1)

Arán es un isla al noroeste de Irlanda al que las furias del Atlántico del Norte intentan vencer hace miles de años. Un corazón de roca limado hasta no quedar sino los acantilados que resisten alzándose treinta metros o más para evitar apenas la insistencia o el coraje del mar, cuyas lenguas alcanzan las alturas y amenazan llevarse a los desprevenidos. Así, el estruendo de las olas estallando sin pausa, es la Arán fiel a la demostración del poder terrible de los elementos y del tesón y la capacidad de sacrificio de los hombres y las mujeres, que saben que la tierra es madre, amiga a ratos, pero por encima de todo fuerza desatada, sin conciencia de los seres pequeños como ellos.
El hombre de Arán (1)
A media tarde, en el único cuenco en la pared donde un pequeño rompiente modera lo poco que puede el fragor del océano, entre el estruendo ensordecedor una mujer y un niño estiran los brazos como si con ellos avanzarán por encima de las piedras y la espuma los tres mes metros que el sentido común les impide, siguiendo con mirada de pájaro el bamboleo sin mesura de una barca que tantea la lógica de la corriente embrutecida por sus impulsos hacia atrás y hacia adelante. Un poco antes de donde la ola se decide tres hombres protegen con un instinto animal olvidado por el resto de los europeos, la cosecha de peces recabada en días de trabajo y la madera que la desolada perspectiva de la isla, sin memoria de algo parecido a un árbol, explica es la diferencia entre la vida y la muerte.
Hay en la mujer un gesto que recuerda a los indígenas mexicanos y a esa suerte de naturalidad que los occidentales califican de infantilismo. Incapaz de hurtar las ideas, su rostro, hablando sobre todo por los redondos ojillos claros, pasa sin tránsito del pavor a la ira, entre la más entrañable conmiseración y la conciencia de la necesidad de mantener la cordura, mientras el hijo se esfuerza en imitarla y, por instantes, vencido por la fuerza del mundo se atribula.
La barca aprovecha como puede un empujón y esquivándola busca saltar la primera línea de la rompiente. Se vuelca expulsando su carga y mientras los hombres la someten, la mujer, ancha, pesada, que no se aviene al ritmo del agua, deshaciéndose del hijo se afana tras la red enrollada en las rocas. La tiene, hace por salir, la pierde, vuelve a ella, trastabilla, cae, persiste, gana unos pasos, tropieza de nuevo, la malla se le va de las manos, no sabe más qué hacer. Los hombres la ayudan, escapan todos, la mujer no deja de mirar hacia atrás calculando la pérdida. A salvo, ellos delgados, nerviosos, juntos se conduelen un momento, alcanzan los cinco metros cuadrados de la playa y sonríen recordando los revolcones de ella, a quien vuelve a iluminársele la cara. 
Es otro día y el niño se alela contemplando la cara de su madre, el tono rojizo de la piel trabajada por el viento y el agua, el par de mechones que escapan a la ristra del cabello, en un canto a la vida contra las nubes que pasan rápidas, bajas, en hilachas. El niño, de nombre Brian O´Donnell, da la vuelta y es inmensamente feliz al moverse por los escalones de piedra lavada, para pescar con su cuerda desde veinte metros de altura. 
Para él la vida es así y también el disfrute de la vista de una ballena sujeta al costado de otra barca, que comparte con las familias todas del promontorio, ahora seguras de que habrá aceite suficiente para sus lámparas y carne y sebo y gruesa piel para muchas cosas más, y que se apuran a meterse al agua en la ceremonia de formar una misma, sola entidad, repartiéndose entre chanzas las labores de llevar a tierra al animal. 
Brian no lo sabe, pero a Arán el aislamiento lo preserva de algunos grandes cambios y en esos comienzos de los años 1830 parece conservar lo que va desapareciendo del resto de Irlanda. Allí el momento singular se retrotrae ante el tiempo largo, de montañas y ríos, de mares y estrellas, igual que lo individual frente a la colectivo, de ese modo más íntimamente reivindicado, sin olvidar nunca su pertenencia a algo superior: Erin y sus desgracias.


Corpus Christi, Texas, 20 de diciembre de 1845 
Cerca de dos años durará lo que, de fracasar las maniobras del presidente estadounidense, en unos meses iniciarán las columnas estacionadas aquí. Cada momento es único, irrepetible, con las historias personales que van dentro de él. Por ejemplo, el de la fogata que un guardia rural texano convierte hoy en inmejorable escenario para sus relatos. La luz de maravillosa inconstancia, subiendo, bajando, escapando sin aviso a este lado y aquel, juega con la noche a esconder y revelar a la veintena de hombres que escuchan, y así, pongamos por caso, una mano noblemente trabajada parece cruel y una mueca labrada a punta de resentimientos simula ser una sonrisa.
Lo que no cambia es el olor a tierra y a sudor de siempre de estos seres del montón en los cuales la literatura de la época, con grandes revoluciones a sus espaldas, empieza a descubrir un universo de emociones y no la monotonía de existencias agotadas en sus tareas y sus penas, hasta ahora dada por supuesta. Aun así en la memoria de la intervención que se aproxima no habrá en ellos, ni en los demás soldados de línea, sino una masa informe cuyo único valor será el número y la disposición de obedecer.
Más de la mitad –alemanes, ingleses…- ha perdido lo poco que tenía, abandonando los lugares que eran la razón de ser de generaciones anteriores, para venir al Nuevo Mundo y escapar del hambre, de las cárceles de vagabundos y de su conversión en apéndices de hileras de máquinas metidas en infectos galerones. El resto, nacido en el país, carga una lista de inútiles empeños para cumplir las expectativas que les ofreció la Tierra de la Gran Promesa. Por eso están unos y otros aquí, cambiando los sueños por una paga vil y la muerte factible.
Hay un abismo entre ellos y la oficialidad reunida más allá, con sus bien erguidas figuras, su desenfadada gesticulación, su seguridad toda. Ésta encarna el sentido del individuo como culminación de la historia que pronto recreará Walt Whitman, el poeta, hoy todavía un joven periodista entregado a promover la guerra contra México.
Para ellos, como para El canto a mí mismo de Whitman, “La atmósfera no es un perfume/no tiene el gusto de la esencia, es inodora,/ha sido creada desde la eternidad para mi boca”. Se gustan con “el vaho de mi aliento”, “mi respiración e inspiración”; sienten “placer al oír el sonido de mi voz” y, siempre uno por uno, van a bañarse “al mar,/para admirarme a mí mismo”.
Quienes se reúnen al calor de la fogata, con su absoluta desposesión han ganado una libertad que sus antepasados no imaginaron hubiera. Es una libertad agria, que los hace conocer la apabullante soledad de quien ha perdido la conciencia de tener sentido por ser el eslabón de una cadena interminable, pero gracias a ella no están dispuestos a aceptar por más tiempo que el mundo se hizo de una vez y para siempre destinándolos a cumplir cuanto otros dispongan para ellos, incluidos los oficiales con su feria de vanidad.
Brian O´Donnell no. Continúa siendo uno de esos seres que no se reconocen nuevos, aunque su soledad aquí sea tan o más dolorosa que la de sus compañeros. Prudentes metros aparte del círculo del guardia rural, contempla la luna, cuya carátula ha empezado a descubrirle no la llana sombra que mostraba en el cielo irlandés, sino la figura de un conejo. ¿Estaba oculta en aquél o es que esta luna es por completo distinta?
-0-
Los soldados en torno a la fogata conocen la brutalidad y las oportunidades de la industrialización un siglo antes que el abuelo y los suyos y con ciento cincuenta años de adelanto al Jarocho, el Grillo, don Alfredo.
O´Donnell sirve de puente entre todos ellos, y lo hace también la madre del Belarmino original, pongamos por caso, a quien una afortunada casualidad dio el mismo nombre que la mujer de Sancho Panza: Teresa.
A su manera ambos son como el padre de Domingo, el dirigente de luchas urbanas casi al principio de nuestro relato.



De evangelios
Chillidos que rasgan o juntan metal; soplos de fuego cuya fuerza parece salida de un cuento; muescas y cadenas chocando en su carrera sin pausa. Don Carlos puede precisar de donde viene cada sonido, pero no quiere y se hunde en el mar de ellos y en su eco al rebotar contra los muros que se alzan treinta metros por el galerón enorme, mientras le baja a la fuente de calor. Y no es porque la caldera urja su atención, se esfuerce en no darle tregua y amenace con achicharrarlo.
Hace mucho aprendió que las máquinas tienen mucho de tiranas y mucho de niñas mimadas, y juega con sus ritmos sin temerles, de modo de darse tiempo para intercambiar noticias y chanzas, recordar esto y aquello, hacer cálculos para mañana y después de mañana. Todo, orgulloso del hombre en el cual se ha construido durante sesenta y dos años de vida, en buena parte gracias a lo aprendido del padre, de la madre, de los abuelos, que están ahí, al lado, más a lo cierto que si colgara sus retratos, como en las ciudades de Puebla y Veracruz donde crecieron.
Don Carlos pertenece al Santo Lugar, como llamo al Ecatepec de los años 1970 y 1980, el municipio connurbado al norte de nuestra ciudad.
Cuando la época inicia casi todos nuestros personajes en el lugar estaba por construir sus hogares y crecerlos con espacio para las familias de los hijos. No lo hicieron antes pues no tenían dónde o habían levantado apenas un par de piezas o simplemente eran demasiado jóvenes para preocuparse por eso.
Cuando lo hicieran estarían siguiendo los pasos de Carlos. ¿Serían conscientes de ello o sólo responderían al sentido común de los hombres, mujeres y niños que en familia o a solas y por millones abandonaban el campo buscando, con los nuevos trabajos, raíces y un techo que sirviera de faro además de cobijo, para ellos y para quienes los siguieran?
La historia se repetía por el mundo hace dos siglos y nunca era igual. De hecho estas tierras la vivieron en pequeña, escala y agravantes casi cien años atrás.
En todo caso, en sí mismo y en lo que le legaron sus padres, Carlos López llevaba sesenta años desarrollando una forma de vivir y ver al mundo, que los demás apenas empezaban a crear.
El papá, don Ramón, fue encontrando una manera de entender el suceso y transmitirla al hijo, y éste hizo luego otro tanto. Un evangelio, en consecuencia, testimonio de la revelación.
Yo había escuchado otros allí y décadas después de mi marcha encontré sólo a don Carlos y Leopoldo y debo apelar ahora al recuerdo de la sagrada nueva interpretada por Mario el Jarocho, Simón el Grillo, María la del viaje; Agustín, Nabor, Cristina, el Güitas y los demás.
Lo esparcían por el valle casi vacío al principio, que imperceptiblemente crecía a una velocidad desconocida en el país de suyo precipitado entonces. Por cinco se multiplicaron en diez años los pobladores y durante los próximos otros tantos asaltarían la sierra hasta su coronilla.
Aun así tenían tiempo de madurar su experiencia. En realidad les bastaba un tris para hacerlo y reinventarse y reinventar la porción de ciudad a su mano, como hacían sus semejantes en el resto de ella misma y en cuantas encontraron, que fueron todas entre dos millones de kilómetros cuadrados.
En tiempo el evangelio de don Ramón y don Carlos se retrasaba apenas un poco al que mi abuelo construía en un rincón al otro lado del mar. Hay mucho de distinto y de igual en ambos.
El de los primeros inicia con los abuelos de don Carlos, que nacieron cerca de la ciudad de Puebla, ya viejos, asentados en Córdoba, Veracruz, en casa del esposo de una de sus hijas, al que ayudaban en la tienda. Murió él y ni ella ni Ramón estaban dispuestos a seguir de arrimados.
El tío había escogido el camino de aprovecharse de cuantos pudiera, y si bien declaraba a la familia que todo era de todos, no le daba un quinto a nadie. Entonces el papá de Carlos se fue de aprendiz con un herrero italiano y la abuela resolvió regresar a Puebla.
Antes la mujer dio la primera gran lección al hijo, que tenía catorce o quince años:
-Te voy a entregar tu libertad.
Eran momentos en los que en los arrabales de las ciudades y los pueblos grandes, muy parecidos a chiqueros, muchos, como Chucho el Roto, Barrabas y otros a quienes Ramón conocería trabajando en los astilleros de San Juan Ulúa, se daban a la "inútil revolución de los bandidos"(2), al lado de miles de mujeres que se volvían prostitutas y de mendigos echándose a la calle en plaga.
Doña Macedonia llevó al muchacho a una esquina y mostrándole las dos calles le dijo:
-Si te portas bien estarás bien con la sociedad. Si no, vas a ir a parar a la cárcel.
Al poco Ramón se halló en el tren al puerto de Veracruz. Uno de sus hermanos prometió acompañarlo, pero al final prefirió un segundo camino: el de agachar la cabeza para conservar la tranquilidad, quedando al amparo de la tienda y la casa del tío, de donde nunca saldría, para llevar una triste, oscura vida.
El padre de Carlos tomó el tercer camino, al que lo había alentado su madre, y fue a dar a los astilleros de aquél San Juan de Ulúa. Fue siguiendo el instinto del aprendiz de artesano que era. No se usaba todavía la soldadura y los hierros se pegaban con puros remaches. Alguien preguntó:
-¿Qué, no hay un pailero por ahí?
Él levantó la mano, aunque sabía muy poco de eso. Con las máquinas, había aprendido, todo es cosa de decidirse y no temer a los peligros, y ayudado por dos presos que entendían de la cuestión, echó los remaches y se le hicieron bolas.
Uno de los presos quería comérselo vivo y Ramón lo contuvo diciéndole lo que millones de trabajadores y trabajadoras fabriles dirían luego:
-Enséñame bien.
Así fue y el joven hizo algo que también sería común entre la clase obrera: se puso a trabajar las horas que fueran, para dominar el oficio.
El día de raya le colocaron un montón de pesos delante y él tardó en agarrarlos, pues le parecían muchos. A los tres, cuatro meses, a la manera de los hombres de su tipo en todas partes del mundo, lo primero que hizo fue vestirse bien, sin que le faltara un reloj de cadena, signo de holgura.
Su siguiente paso fue el de cualquiera que valorara su orgullo: regresó a Córdoba a visitar a la familia, y obtuvo la enorme satisfacción esperada. En el zaguán apareció una de sus tías y le preguntó:
-¿Qué se le ofrece, señor?
-¿Qué, no me conoces? –contestó él estirando su figura hasta el cielo.
En este fragmento del evangelio en apariencia simplón, va oculta la épica que la celebridad de mi abuelo Belarmino permite observar.
trozo de historia y la hay
Después vinieron los que para un trabajador de la industria fueron los extraños tiempos de la Revolución. Los variados campos mexicanos encontraron en ella oportunidades de redención. O unos de ellos, para ser precisos, en tanto otros no eran alcanzados. Salían de las más profundas sombras y se convertían en los mejores agentes del movimiento armado, que reconectaban con una lucha de siglos por defender sus derechos. Los obreros y obreras no. No hallaron su puesto.
Lo que le quedaba a Ramón era continuar desarrollando el espíritu de la clase que tardaba en madurar. Se hizo del gremio ferrocarrilero en una casa de máquinas y se cambió a Paso del Macho. Un día llegó un general con su tren cargado de federales y a la locomotora venía saliéndose la tubería.
-¿A ver quién es el macho pailero aquí? – gritó. Era un bruto, como todos los de su especie, y quería que le arreglaran la máquina sin enfriarse, para continuar la campaña. El papá de don Carlos le dijo que así no se hacían las cosas y lo agarraron preso. Entonces vio venir a tres mecánicos y sabiendo lo que sabía de las calderas, que para él se habían convertido en las ariscas comadres a las cuales debía tratarse con inteligencia, les advirtió:
-Tengan cuidado.
-No venimos a que nos enseñes –le contestaron, y se pusieron unos costales mojados y se metieron por el registro, en el que nada más cabía un hombre. Como fuera le pegaron el tapón a la caldera. Ésta respingó soltando toda su presión. Los tres hombres querían salir y ninguno pudo: terminaron cocidos.
Entonces Ramón demostró el insustituible lugar que se había ganado en el moderno mundo cuya vía el país empezaba a transitar. Arregló los tubos con un expansor, puso otro tapón y llenó de vuelta con agua la caldera, tan eficientemente como un médico o un ingeniero en sus asuntos.
Luego continuó su travesía y fue a dar a Atlixco, Puebla, a manejar unas calderas de leña. Los sindicatos se extendían por la república, el gobierno expidió la primera ley laboral, él se hizo secretario de trabajo de uno de oficios varios y agremió a unos albañiles. Al poco éstos se le acercaron mal encarados:
-¿Ya ves? Por sindicalizarnos nos quitó el trabajo el patrón. A ver cómo le haces para arreglarlo. Si no –remataron, probando una rústica forma de poder obrero- te matamos.
El ya don Ramón, porque se había casado y tenía hijos, fue a la oficina del patrón y le dijo:
-Señor Peralta, está usted robando a sus trabajadores. Tiene usted una librería y no ha leído la Ley Federal del Trabajo.
-A ver, pasé usted –respondió el otro. -¿Cuánto quiere para arreglar el problema?
-No, yo lo que quiero es que se le arregle el problema a los albañiles. Y si no nos arreglamos vamos a ir a Conciliación y Arbitraje, a acusarlo de que usted les está robando.
-No, ¿por qué?
-Porque la ley dice que el sueldo mínimo es 1.37, y usted les da 50 centavos, y a los maestros les paga 1.50 y debiera darles el doble.
-Ah, no, pues vamos a arreglarlo –dijo el empresario.
-Pues salga usted horita e infórmele a los albañiles.
Así fue, y en lugar de que los de la construcción mataran a su líder, lo invitaron a brindar en la pulquería.
La familia volvió a echarse a andar, hacia otra fábrica cerca de Atlixco, donde el hombre se ocupó de una caldera que funcionaba con chapopote. Era cosa de calentar bien la pasta, a 250 grados, para que se hiciera casi agua y el quemador se prendiera como un mechón. Luego el secreto estaba en nivelarle bien el aire.
La esposa era joven y bonita y unos de la factoría querían quitársela. Andaba bien greñudo él, según la moda, y un día llegó a prender su caldera y encontraron el pretexto para cargarle sus envidias:
-Está usted castigado por venir con mucho pelo.
-¿Por qué se van a meter en mi vida privada? –rechistó, afirmando el orgullo por el cual estaba dispuesto a pagar lo que se necesitara. -Si quiero andar con trenzas, es mi gusto. Ahí está su trabajo.
Y de vuelta todos a un camión, esta vez a la ciudad de Puebla. Carlos esperaba trabajar de lo que les había enseñado el papá, cuando le llevaban los tacos y los introducía en los misterios de la caldera -el cristal, el manómetro…-, pero no hubo modo y entró con él a una planta textil, ambos de aprendices de tejedores. De todas formas para el muchacho era un gran gusto entregarle semanalmente el dinero a la mamá. Ella le daba su domingo, para ir al cine.
El orgullo del padre no paró de mudarlos de ciudad. Tanto, que a Carlos no le importó que en uno de los cambios a don Ramón lo metieran de barrendero, pues les dieron una casa en un lote con muchas frutas y un pozo. Era la oportunidad de quedarse quietos. Pero algo sucedió y volvieron a rodar de un lado para otro, hasta el Distrito Federal,
Quizás por eso cuando se dio la ocasión de entrar a las plantas de la Sosa, por de una buena vez quedarse fijo a la tierra nuestro amigo estuvo dispuesto a cuanto fuera, excepto una cosa: renunciar a los principios aprendidos de su progenitor.
Para 1973 él no era, pues, como el resto de los personajes del Santo Lugar, que llevaban poco tiempo en las ciudades y en la industria.
 
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¿Quién construyó Tebas, la de las Siete Puertas?
En los libros figuran sólo los nombres de reyes.
¿Acaso arrastraron ellos bloques de piedra?
Y Babilonia, mil veces destruida, ¿quiénla volvió a levantar otras tantas?
Quienes edificaron la dorada Lima, ¿en qué casas vivían?
¿Adónde fueron la noche en que se terminó la Gran Muralla, sus albañiles?
Llena está de arcos triunfales Roma la grande. Sus césares ¿sobre quienes triunfaron? 
Eso se preguntaba un socialista alemán sin tacha[i]. Leyendo uno de los trabajos que dan pie a estas viñetas, un amigo decía encontrar “la historia de quienes no tienen historia”. Con frecuencia hago aquí afirmaciones que a algunos parecerán gratuitas, en relación, por ejemplo, a como cuando menos en ciertos países y sectores para sus pobres las máquinas, las fábricas, la industria descubrieron muy pronto cuán liberadoras podían ser.
Mis decires no resultan de reflexiones sino de la mirada y el oído atentos a quienes estaban cerca físicamente o en espíritu. 
El obrero apéndice de las máquinas, reza una correcta máxima que olvida sin embargo cuán lerdas fueron aquéllas donde un par de siglos, demandando un apéndice sin cuya inteligencia no servirían para nada. 
Las afirmaciones que aprecian sólo el lado estridente de la historia, no entienden un comino al don Carlos de la mañana en Sosa Texcoco, la enorme planta que se levantó para el aprovechamiento de las salmueras de un antiguo lago. No comprenderían tampoco a Ricardo Sanz, el anarcosindicalista catalán hijo de un labriego, que a los doce años y apenas entrar al molino de su pueblo con la cosecha familiar de trigo, quedó prendado del basto objeto metálico cuyos engranes en movimiento lo fascinaron, deciéndolo a marchar el reino de factoría más próximo. Allí su historia enlazaría con la del padre de Carlos a diez mil kilómetros de distancia.
Si bien hay un enorme distancia entre esos dos hombres. El español vivía una industrialización que alcanzaría al grueso de su sociedad. El mexicano acompañaba a una también muy intensa pero muy limitada en un país donde la agricultura era la rama dominante y así el ochenta por ciento de la población estaba en el campo.
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El evangelio al que dio pié don Ramón, inicia con sus padres, que nacieron cerca de la ciudad de Puebla, ya viejos, asentados en Córdoba, Veracruz, en casa del esposo de una de sus hijas, al cual ayudaban en la tienda. Murió el padre y ni ella, doña Macedonia, ni el hijo estaban dispuestos a seguir de arrimados.
Éste se hizo aprendiz de con un herrero italiano y ella resolvió regresar a Puebla.
Antes la mujer dio la primera gran lección a Ramón , que tenía catorce o quince años:
-Te voy a entregar tu libertad.
Eran momentos en los que en los arrabales de las ciudades y los pueblos grandes, muy parecidos a chiqueros, muchos, como Chucho el Roto, Barrabas y otros a quienes Ramón conocería trabajando en los astilleros de San Juan Ulúa, se daban a la "inútil revolución de los bandidos"(2), al lado de miles de mujeres que se volvían prostitutas y de mendigos echándose a la calle en plaga.
Doña Macedonia llevó al muchacho a una esquina y mostrándole las dos calles le dijo:
-Si te portas bien estarás bien con la sociedad. Si no, vas a ir a parar a la cárcel.
Al poco Ramón tomó el camino y fue a dar a los astilleros aquéllos de San Juan de Ulúa. Lo hizo siguiendo el instinto del aprendiz de artesano que era. No se usaba todavía la soldadura y los hierros se pegaban con puros remaches. Alguien preguntó:
-¿Qué, no hay un pailero por ahí?
Él levantó la mano, aunque sabía muy poco de eso. Con las máquinas, había aprendido, todo es cosa de decidirse y no temer a los peligros, y ayudado por dos presos que entendían de la cuestión, echó los remaches y se le hicieron bolas.
Uno de los presos quería comérselo vivo y Ramón lo contuvo diciéndole lo que millones de trabajadores y trabajadoras fabriles dirían luego:
-Enséñame bien.
Así fue y el joven hizo algo que también sería común entre la clase obrera: se puso a trabajar las horas que fueran, para dominar el oficio.
El día de raya le colocaron un montón de pesos delante y él tardó en agarrarlos, pues le parecían muchos. A los tres, cuatro meses, a la manera de los hombres de su tipo en todas partes del mundo, lo primero que hizo fue vestirse bien, sin que le faltara un reloj de cadena, signo de holgura.
Su siguiente paso fue el de cualquiera que valorara su orgullo: regresó a Córdoba a visitar a la familia, y obtuvo la enorme satisfacción esperada. En el zaguán apareció una de sus tías y le preguntó:
-¿Qué se le ofrece, señor?
-¿Qué, no me conoces? –contestó él estirando su figura hasta el cielo.
En este fragmento del evangelio en apariencia simplón, va oculta la épica que la fama de mi abuelo Belarmino permite observar.      


¿Se puede decir Adios?

Mis agrias discusiones con mamá cuando regresó al pueblo natal: de fantasma a fantasma, pues ella debió reinventarse desvaneciendo en una suerte de limbo sus treinta y seis años mexicanos, como una vez hizo con los treinta y dos anteriores.  
Por el número, por el momento en que se produce y por su sentido colectivo, el exilio de los suyos es el más significativo entre los muchos que México recibe.
Herederos de esos aproximados treinta mil hombres, mujeres y niños, reivindican los aportes que los suyos hicieron al país, frecuentemente con tintes clasistas y de raza. Casi no existe para ellos el grueso del transtierro, formado por obreros, campesinos y amas de casa. Así traicionan la historia toda, a veces hasta interpretar al mexicano como gesto utilitario para hacerse de una intelectualidad que estas tierras no pueden producir.
A su modo reproducen el espíritu de los conquistadores, con su aristotélica carga sin modernizar, que se vuelve sobre los propios descendientes, cuyos aportes están muy por debajo de los de sus padres. Se trata de un discurso machista, de paso, pues apenas hay mujeres en la en verdad larga lista de pensadores, escritores, maestros, médicos e ingenieros asilados. Quedan ocultas las asalariadas y las madres sin profesión, se diría, olvidando cuánto descansan las sociedades en el trabajo no remunerado.
Hay un gran drama allí: hijos e hijas que adjuran del arduo trabajo de generaciones batiéndose en regla contra la España de sombras, representación de la cristiandad que por cerca de cinco siglos toma del pasado sólo lo lóbrego y miente por sistema, adjurando, por ejemplo, de sus estrechos vínculos con África y con el esplendor “medieval”.
Allá ellas y ellos, que nos sirven de pretexto para recordar a las mayorías asiladas en el país. Como a sus ilustres hermanos y hermanas, las habita la tragedia.
En las notas de Illia Ehrenburg y de muchos otros sobre la Guerra Civil española, abundan las escenas de este tipo: “Tras el bombardeo una madre encontró una mano de su hija pequeña. La ajustó al torso y empezó a buscar la cabeza”.
“…los que no han vivido esa experiencia –dice un sobreviviente del fascismo alemán- nunca sabrán lo que fue; los que la han vivido no la contarán nunca; no verdaderamente, no hasta el fondo”. ¿Hay escritura o creación posible después de Awschitz?, se preguntaba Teodoro Adorno. Y Jean Francoise Lyotard: "No puedo encender el fuego, no conozco la plegaria, ya no sé cómo encontrar el sitio en el bosque, ya ni siquiera sé cómo contar la historia. Lo único que sé hacer es contar que ya no sé cómo contar esa historia”.
Hay allí una experiencia inenarrable, pues, que convierte a quienes escapan de ella, como León Felipe, en llaga pura. Llaga pura a la cual, si se es afortunado como Felipe, le queda “sólo la palabra”:  
Hay dos Españas
la del soldado y la del poeta (....)
Esta es la canción del poeta vagabundo
Franco, tuya es la hacienda, la casa, el caballo y la pistola.
Mía es la canción antigua de la tierra.
Tú te quedas con todo y me dejas desnudo y errante en el mundo... 
Las dimensiones del vacío del poeta español las conocerán luego los exilados centroamericanos y sudamericanos:
Las manos (...)
sólo las llena
lo perdido,
se tienden al árbol
que no alcanzan
Son palabras de la guatemalteca Alaíde Foppa, y su compatriota Luis Cardoza y Aragón:
Ya no tengo otro quehacer
Que ver caer la lluvia
Un indultado
Un fraudulento
Un naúfrago soy
Un prorrogado (...)
Yo soy el puro exilio.
Un argentino escribe:
"¿Cómo decir adios? ¿Se puede decir adios? (... ) ¿Adios sin adios?” Y un segundo: “La desdicha esencial de esta ruptura no puede superarse (... ) Los logros de cualquier exilado están permanentemente carcomidos por su sentido de pérdida”.
¿Qué han visto que los resuelve a aceptar la pérdida?; ¿qué saben o imaginan que sucede mientras ellos salvan el pellejo?, ¿y qué experimentan en la marcha? Jean Francois Steiner recuerda el segundo paso del método científico de los SS de la Alemania nazi para los judíos, al conducir a los de una aldea a una encrucijada entre dos calles:
“-Cuando hemos visto el gentío separarse en dos brazos, todo el mundo se ha preguntado: ¿Qué pasa, qué significa esto? Mi marido me ha dicho que esta noche algunos no dormirán en sus camas. De momento no he comprendido; entonces ha añadido que era el momento de no equivocarse. Quería que yo echase hacia la izquierda con nuestra hijita y él hacia la derecha. Yo no he querido...
“Hemos buscado un indicio que nos señalase la buena dirección (...) El primer soldado que formaba el filo de aquel tejamadar, era un auténtico alemán, alto, rubio, muy guapo. Nos miraba amistosamente, con una leve sonrisa(...) Mi marido me murmuró algo al oído (...) A la derecha, pronto (... ) "Me explicó que cuando le había visto sonreír con conmiseración mirando la oleada que iba a la izquierda, comprendió (... ) No vi llegar el bosque. De pronto gritos, golpes, alambradas, y un hedor terrible”, a pilas de cadáveres, a los cuales los ha conducido la sonrisa del guapo soldado alemán.
“El efectivo de trabajadores judíos en Treblinka –concluye Steiner- era de un millar. El precio de la pensión (...) calculado en cabezas (... ) se elevaba, pues, a quince unidades diarias…”
¿Qué imaginaba o sabía mamá sobre los miles a quienes dejó atrás en octubre de 1937, cuando a la carrera subió a los por fuerza insuficientes barcos que el gobierno del abuelo consiguió para escapar a la bestia mordiéndolos por cuatro costados, así el poniente del mar quedara libre, pues el cielo era también un plano, quizás el más feroz, en su cuadro de terror.
 



¿Se puede decir adios?


No hay entre nosotros estado más antiguo y cotidiano que el exilio. Apenas empezamos a ser, la conciencia del abandono de la tierra natal. A solas vamos por ello, cada una y cada uno y todos juntos.
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Sobre el exilio, el exilio, hijo predilecto de la modernidad. El mundo al cual Kafka se asomaba con espanto exigió de una buena vez ser y aparentar la pertenencia a un espacio dibujado con absoluta precisión en los mapas y no en el alma.
Sobre el segundo, un tercero, hijo también del monstruo a lo largo de cuatro siglos madurado.
En los años mil novecientos nadie como México abre tanto las puertas deliberadamente a quienes escapan de la desgracia absoluta. Los que así llegan pueden rehacer la vida para sí y sobre todo para sus descendientes, sin substraerse a cuanto su literatura se esfuerza en recoger.
http://2.bp.blogspot.com/-mf22Q0YbRV4/TbBubGZRZlI/AAAAAAAACNQ/C0qtZQHJTqE/s1600/Niebla.bmp
Primero, el recuerdo de lo que cada vez más escapa a su memoria y está a las espaldas de la decisión de partir: “los que no han vivido esa experiencia –dice un sobreviviente del fascismo alemán- nunca sabrán lo que fue; los que la han vivido no la contarán nunca; no verdaderamente, no hasta el fondo”. ¿Hay escritura o creación posible después de Awschitz?, se preguntaba Teodoro Adorno. Sandra Lorenzano concluye: “Fragmentos de memoria, poética en ruinas; sólo lo puede testimoniar la imposibilidad como lo dice Lyotard: No puedo encender el fuego, no conozco la plegaria, ya no sé cómo encontrar el sitio en el bosque, ya ni siquiera sé como contar la historia. Lo único que sé hacer es contar que ya no sé cómo contar esa historia”.
Hay allí una experiencia inenarrable, pues, que convierte a quienes escapan de ella, como León Felipe, en llaga pura. Llaga pura a la cual, si se es afortunado como Felipe, le queda “sólo la palabra”:  
Hay dos Españas
la del soldado y la del poeta (....)
Esta es la canción del poeta vagabundo
Franco, tuya es la hacienda, la casa, el caballo y la pistola.
Mía es la canción antigua de la tierra.
Tú te quedas con todo y me dejas desnudo y errante en el mundo... 
Las dimensiones del vacío del poeta español las conocerán luego los exilados centroamericanos y sudamericanos:
Las manos (...)
sólo las llena
lo perdido,
se tienden al árbol
que no alcanzan
Son palabras de la guatemalteca Alaíde Foppa, y su compatriota Luis Cardoza y Aragón:
Ya no tengo otro quehacer
Que ver caer la lluvia
Un indultado
Un fraudulento
Un naúfrago soy
Un prorrogado (...)
Yo soy el puro exilio.
http://4.bp.blogspot.com/-0NKouiK4z5M/TbBupzMeaXI/AAAAAAAACNU/_r-w5kdNUxc/s320/Guatemala%252C+golpe+de+esatdo.jpg
Un argentino escribe:
"¿Cómo decir adios? ¿Se puede decir adios? (... ) ¿Adios sin adios?” Y un segundo: “La desdicha esencial de esta ruptura no puede superarse (... ) Los logros de cualquier exilado están permanentemente carcomidos por su sentido de pérdida”.
¿Qué han visto que los resuelve a aceptar la pérdida?; ¿qué saben o imaginan que sucede mientras ellos salvan el pellejo?, ¿y qué experimentan en la marcha? Jean Francois Steiner recuerda el segundo paso del método científico de los SS de la Alemania nazi para los judíos, al conducir a los de una aldea a una encrucijada entre dos calles:
“-Cuando hemos visto el gentío separarse en dos brazos, todo el mundo se ha preguntado: ¿Qué pasa, qué significa esto? Mi marido me ha dicho que esta noche algunos no dormirán en sus camas. De momento no he comprendido; entonces ha añadido que era el momento de no equivocarse. Quería que yo echase hacia la izquierda con nuestra hijita y él hacia la derecha. Yo no he querido...
“Hemos buscado un indicio que nos señalase la buena dirección (...) El primer soldado que formaba el filo de aquel tejamadar, era un auténtico alemán, alto, rubio, muy guapo. Nos miraba amistosamente, con una leve sonrisa(...) Mi marido me murmuró algo al oído (... ) A la derecha, pronto (... ) "Me explicó que cuando le había visto sonreír con conmiseración mirando la oleada que iba a la izquierda, comprendió (... ) No vi llegar el bosque. De pronto gritos, golpes, alambradas, y un hedor terrible”, a pilas de cadáveres, a los cuales los ha conducido la sonrisa del guapo soldado alemán.
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“El efectivo de trabajadores judíos en Treblinka –concluye Steiner- era de un millar. El precio de la pensión (...) calculado en cabezas (... ) se elevaba, pues, a quince unidades diarias…”
Se trata de una experiencia que en más o en menos conocerán todos los exilios a México. En las notas de Illia Ehrenburg y de muchos otros sobre la Guerra Civil española, abundan las escenas de este tipo: “Tras el bombardeo una madre encontró una mano de su hija pequeña. La ajustó al torso y empezó a buscar la cabeza”.
Los exilados conocerán esas y otras historias parecidas, vividas por ellos o por quienes conscientemente dejan atrás.

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[i][i] Bertold Brecht
1) María era madre de un compañero, me contó la historia muchos años después de sucedida, desde luego, y prometí cambiar los nombres. 
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