Al principio nuestro
trabajo se reducía al más o menos pequeño universo entre Vaciados Industriales
y Traimobile, y a las colonias en torno a ésta: la Urbana, la San Miguel y la
San José, todas con apellido Xalostoc. Con
el rastro y la fábrica de partes para aparatos eléctricos donde se ocupaban
casi sólo mujeres[1], se extendió un poco,
hasta la Viveros
y la Rústica. Allí
nos sentíamos en casa los de la
Cooperativa.
Lo era incluso en la Industrial. No
había árboles ni aleros ni cosa alguna que protegiera del sol y el agua, y
durante los turnos no teníamos a quien saludar o con quien platicar, pero el
concierto de chillidos, fragores, rítmicos golpeteos; el seco paisaje guiado
por las columnas de humo elevándose hacia el cielo; los efluvios de la
galletera, del par de fábricas de jabones y productos químicos que por momentos
producían mareos, acunaban con la certificación de una humanidad pletórica,
cuya actividad no se interrumpía jamás.
Cuando la Cooperativa resolvió
celebrar una marcha alternativa del primer de mayo, y nos escogió para
organizarla, luego de una eufórica reacción caímos en el desconsuelo: nuestra
casa no servía para ello. Las fábricas estarían prácticamente vacías ese día,
fuera de los equipos de mantenimiento, y no podíamos exponer a las colonias a
la factible llegada de la policía.
Fue entonces que nos
dimos a las exploraciones en las cuales encontramos a don Melquíades en las canelitas bajo La
Loma. De haberle tenido confianza nos
habría descubierto muchas direcciones. Buscábamos infructuosamente zonas habitacionales, a excepción de las muy visibles, sobre las que caerían en un
santiamén patrullas y julias.
Don Melqui nos habría
llevado a Los Reyes, por ejemplo, justo tras La Loma, crecida como muchas entre
quebraduras, ocultándose. Y es que a los
mismos obreros de Xalostoc se les escapaba la manera en que el municipio se iba
poblando. Tanto, que Agustín destimaba incluir en nuestra marcha a las
casitas en el cerro frente a su casa. Subimos hasta ellas y tras una primera, visible fila, aparecieron numerosas otras, alineadas respetando los
caprichos del suelo.
Parecían un desconcierto, no lo eran y entrañaban
enormes esfuerzos de convivencia. Los diablitos colgados de cables sobre
la calzada, por ejemplo, presumían que cada familia había hecho el trabajo por
su cuenta. De ser así, sin embargo, habría centenares, no dos docenas de
ellos y dentro podía creerse que las ramificaciones en cada línea, copiaban el método originario. No sucedía así y el
tinglado tenía orden, a fin de evitar disputas y sobrecargas.
Lo que con el tiempo
se conocería como tejido social se construía allí, pues, al margen de las
instituciones.
La visita a la
colonia nos decidió a hacerla parte insustituible del extraño recorrido que
haríamos seguir a quienes el primero de mayo vendrían de otros lugares del
valle. Nada podía ampararnos mejor que ella, cuyos pobladores dijeron sí a
nuestro pedido y nos mostraron el mejor camino, confirmándonos que las fuerzas
públicas tardarían en darse cuenta de lo que hacíamos y no se atreverían a
subir.