sábado, 6 de octubre de 2018

De cuando supimos que la nada no era tal y arropaba

Al principio nuestro trabajo se reducía al más o menos pequeño universo entre Vaciados Industriales y Traimobile, y a las colonias en torno a ésta: la Urbana, la San Miguel y la San José, todas con apellido Xalostoc. Con el rastro y la fábrica de partes para aparatos eléctricos donde se ocupaban casi sólo mujeres[1], se extendió un poco, hasta la Viveros y la Rústica. Allí nos sentíamos en casa los de la Cooperativa.

Lo era incluso en la Industrial. No había árboles ni aleros ni cosa alguna que protegiera del sol y el agua, y durante los turnos no teníamos a quien saludar o con quien platicar, pero el concierto de chillidos, fragores, rítmicos golpeteos; el seco paisaje guiado por las columnas de humo elevándose hacia el cielo; los efluvios de la galletera, del par de fábricas de jabones y productos químicos que por momentos producían mareos, acunaban con la certificación de una humanidad pletórica, cuya actividad no se interrumpía jamás.

Cuando la Cooperativa resolvió celebrar una marcha alternativa del primer de mayo, y nos escogió para organizarla, luego de una eufórica reacción caímos en el desconsuelo: nuestra casa no servía para ello. Las fábricas estarían prácticamente vacías ese día, fuera de los equipos de mantenimiento, y no podíamos exponer a las colonias a la factible llegada de la policía.

Fue entonces que nos dimos a las exploraciones en las cuales encontramos a don Melquíades en las canelitas bajo La Loma. De haberle tenido confianza nos habría descubierto muchas direcciones. Buscábamos infructuosamente zonas habitacionales, a excepción de las muy visibles, sobre las que caerían en un santiamén patrullas y julias.

Don Melqui nos habría llevado a Los Reyes, por ejemplo, justo tras La Loma, crecida como muchas entre quebraduras, ocultándose. Y es que a los mismos obreros de Xalostoc se les escapaba la manera en que el municipio se iba poblando. Tanto, que Agustín destimaba incluir en nuestra marcha a las casitas en el cerro frente a su casa. Subimos hasta ellas y tras una primera, visible fila, aparecieron numerosas otras, alineadas respetando los caprichos del suelo.

Parecían un desconcierto, no lo eran y entrañaban enormes esfuerzos de convivencia. Los diablitos colgados de cables sobre la calzada, por ejemplo, presumían que cada familia había hecho el trabajo por su cuenta. De ser así, sin embargo, habría centenares, no dos docenas de ellos y dentro podía creerse que las ramificaciones en cada línea, copiaban el método originario. No sucedía así y el tinglado tenía orden, a fin de evitar disputas y sobrecargas.

Lo que con el tiempo se conocería como tejido social se construía allí, pues, al margen de las instituciones.

La visita a la colonia nos decidió a hacerla parte insustituible del extraño recorrido que haríamos seguir a quienes el primero de mayo vendrían de otros lugares del valle. Nada podía ampararnos mejor que ella, cuyos pobladores dijeron sí a nuestro pedido y nos mostraron el mejor camino, confirmándonos que las fuerzas públicas tardarían en darse cuenta de lo que hacíamos y no se atreverían a subir.


[1] Nadie recuerda el nombre de esta empresa.