sábado, 6 de octubre de 2018

El Ojitos y El lodo de verdad

El Ojitos
Me había acostumbrado a andar bien avanzada la noche por el Santo Lugar, y un miércoles bajé del autobús en la contraesquina de la fábrica donde trabajaba Agustín, cuando salía el segundo turno. La sombra era gruesa y no supe de dónde saltó el mocoso de cuatro patas que me asustó con su ridículo ladrido. Debía tener dos meses de nacido, y sus ingenuos ojos brillaban coronando el circo que hacía para conquistarme.
No se podía evitar sonreírle, ni que él malentendiera el gesto y me siguiera convencido de haber ganado al fin un hogar. Al fin, digo, pues parecía llevar un buen rato así y entender ya que si luego de unos metros no había un nuevo signo de amistad en el interfecto al paso, debía probar con el próximo, y me dejó al cruzarnos con un paisano.
No le hizo el mínimo caso el hombre, sin duda acostumbrado a escenas de ese tipo, y como volteé interesado en su suerte, regresó. Avanzando a la manera de dos buenos amigos expliqué la situación, le pareció una muestra indubitable de haber conseguido el objetivo y no paraba de dar brinquitos y ladridos eufóricos.
Pensé en llevármelo a la huelga pero alguien se me había adelantado un par de días, con no pocas protestas de los demás. En esas estábamos al bajar al arroyo en la esquina, cuando a unos metros en una sola acción un trailer arrancó y prendió las luces. Con dificultades el inexperto Ojitos dio marcha atrás antes de que se lo llevara el diablo.
Paso un par de tensos minutos, yo volviendo al discurso y él mirándome con el espanto que le había dejado el animalote aquél y el descubrimiento de un lado hasta ahí desconocido del mundo de espantos al cual lo habían entregado. No sé lo que habría hecho yo de no atravesar una pareja y a la mujer venírsele la ternura al contemplarlo. Con ellos reanduvo el camino y volví al mío.
Una hora después Juan de Dios me pidió que lo acompañara a su casa por un anafre, creo, y el Ojitos continuaba en su búsqueda, ahora desesperada e inútil, pues para entonces la noche se había quedado a solas con sus fantasmas.
Al olfatearnos echó a correr en dirección nuestra, pero íbamos por la banqueta contraria y los arrestos para repetir la experiencia de cruzar se le acabaron con el rugido de un horno que despertaba. Dio un giro enloquecido, la máquina cobró fuerza y salió de estampida.
La desesperación debió obnubilarlo, y nosotros de vuelta a la huelga, no estaba más en la misma acera sino en la de enfrente, donde la empacadora, presentándole su espectáculo al policía de la caseta, que en su infinita soledad lo festejaba. Sonó un claxon, el policía se levantó disparado para abrir la puerta y el auto que salió por ella casi le arrancó la cabeza al enano, quien de nuevo se dio a la carrera.
La mañana siguiente encontré a nuestro amigo una cuadra más allá. Seguramente de un puesto o de una bolsa con el almuerzo había caído lo necesario para llenar la pequeña panza, y se divertía con los paseantes. No iba más suplicando detrás de ellos, sino juego tras juego, de modo que en apariencia le había encontrado el gusto a la incertidumbre.
-Así es esto –debía decirse-, y no está mal. Un poco peligroso, pero entretenido.
Subí al camión con un par de compañeros, contagiado por su optimismo y su espíritu libertario.
Al terminar la tarea cuatro o cinco horas después lo descubrí desde la ventana, antes de apearnos. Era un montoncito de carne muerta al borde de la calzada.


El lodo de verdad
Uno iba en los pericos de la línea San Pedro-Santa Clara, o en los Huixqulucan, deshaciéndose de las falsas apariencias según los camellones, los aparadores, los edificios de la capital se esfumaban y se saltaba la Sierra de Guadalupe o se cruzaba el Puente Negro. Pero volvía a encontrar esas falsas apariencias en la zona industrial. Si en esto y lo otro resultaban una mala caricatura que no engañaba nadie, en tal y cual aspecto sorprendía no sólo a los que como yo nos habíamos criado en las clases medias dispuestas a creer la más boba mentira, sino a los propios obreros.
Aunque no lo hacían siempre y muchas fábricas reproducían el tradicional estilo carcelario de su arquitectura, algunas de las plantas de la nueva iniciativa privada gustaban maquillarse con modernas, atractivas fachadas, que correspondían a sus anuncios publicitarios y al aspecto de sus productos en los aparadores de las tiendas.
A Manuel se le paraban los pelos de punta, al observar las desastrosas instalaciones que había detrás de los modernos traileres presumidos en las carreteras por su empresa.
Agustín tardó mucho en conciliar la vida en el interior de la empacadora en la cual trabajaba, y el criadero de perros que triturados al lado de carnes de la peor clase, terminaban convertidos en jamones y salchichas, con los pulcros artículos embolsados que salían de la última línea de producción y sus carteles y comerciales de tele.
Ramón no dejaba de sentir escozor al pasar junto al hermoso jardín de Formex, donde diariamente checaba tarjeta, y a la vuelta sortear como podía los escurrideros de materiales tóxicos que escapaban por la barda lateral. Y así hasta el infinito.
Una verdad más se hacía perdidiza allí: que la absoluta mayoría de los empresarios manufactureros habría fracasado no ya sin los extremos de explotación a su mano de obra, sino sin la abundancia y variedad de protecciones y subsidios que directa o indirectamente recibía del régimen: cierre de fronteras a la competencia, excepción de impuestos, creación de infraestructura, fuentes de energía casi regaladas; controles de precios a los alimentos venidos del campo, que hacían posible pagar bajos salarios; defensa de la pobre calidad de sus productos …
Mi gusto por los charcos de deshechos químicos resultaba de encontrar en ellos una especie de pus que revelaba esa realidad interior de las factorías. O al menos un parte, porque los trabajadores y trabajadoras hacían otra, en mucho emocionante, conmovedora e incluso hermosa.
A nadie daba la impresión de preocuparle, en cambio, el desastroso aspecto de las colonias. Sin embargo, hasta ellas llegaba el mundo de embustes públicos en los cuales vivía el país, cuando se requería. De modo que un día los vecinos de Xalostoc vieron aparecer cuadrillas de albañiles, carpinteros y pintores en la Vía Morelos.
¿Qué hacían, trabajando a toda velocidad, de día y de noche, a cinco metros de las viviendas del lado poniente? Su primera obra terminada resultó desconcertante. Era el frente de mampostería de un pulcro, colorido hogar, que por su buena altura traía a la memoria las casitas de los pueblos.
Al cabo de una semana se contaban por docena, sostenidas en la espalda por cimbras de madera, y si se les miraba desde la Vía habían borrado cuanto había detrás. Su porqué era simple: el señor presidente de la república estaba a punto de hacer una gira por el norte del estado, que iniciaría en ese punto.
Un par de años después, los restos de la escenografía permanecían, para completar el disgusto de los habitantes de la zona, que en la San Miguel llevó a las señoras a juntarse. Demandaban agua potable y drenaje, pavimento, alumbrado, una clínica del IMSS.
Yo podía hacer románticas imágenes con el lodo, porque pasaba en la zona unas horas al día. Quienes vivían en ella, no, según bien sabría Jorge el Celerín cuando de “agitador” de la Cooperativa se convirtiera en un obrero más de la Viveros[1]:   
El agua era de pozo y a veces no llegaba o llegaba verde. Te bañabas y quedabas como Hulk, todo lleno de lama. En mi casa, que estaba junto a un baldío donde echaba desperdicios una fábrica, las ratas, que parecían conejos, se metían y anidaban entre los mosaicos. Cuando era tiempo de lluvias te hundías en la calle al caminar. Si te ponías enfermo era un pedo. Si tenías seguro pero te ponías mal en la noche, ¡no! Y si no tenías, ¡puta!      
El lodo, pues, era lodo, la cereza del pastel de carencias.