jueves, 22 de septiembre de 2016

Un mediodía

(Hay un universo oculto en la escena, que remata con el momento hasta entonces más importante de mi vida, semanas después esquivando el camino para evitar comprometerme con dos mil quinientos hombres y mujeres en resistencia sobre la explanada donde da clases un maestro democrático asesinado años después. Pésima viñeta esta, igual que el libro al cual servía, digamos de paso.)
Cuando dos horas antes un tembloroso funcionario declaro inexistente nuestra huelga, el mundo alrededor de las dos plantas pareció vaciarse, dejando a solas con los demonios al centenar y medio que hacíamos guardia en nueve puertas.
Ahora por la calzada aparecía una mancha cargando palos, varillas y quién sabe si algo más, y el vacío se profundizaba. Lo hacía para ese centenar y medio y para los cuando menos dos mil quinientos trabajadores y trabajadoras, de los tres mil quinientos en total, que probaban estar con el movimiento y a quienes se había dado permiso para buscar ocupación momentánea.
La mancha se acercaba y no era temor lo que producía, sino coraje e impotencia. También en mí, presente allí no como creía deber, de enlace con obreros organizados un poco más allá, sino asumiendo cierto liderazgo.
La procesión de golpeadores era dirigida por un famoso matón y su guardia personal, con revólveres al cinto, y los demás esperaban les cumplieran la promesa de complacerse a palazos y patadas con los huelguistas. Si nadie les hacía frente el medio día sería muy aburrido, a menos que encontraran un pretexto. Mi compañero y yo servíamos perfectamente para eso y por primera vez en mucho tiempo dejé que el más antiguo conocido me tentara. Miedo, se llama. Me odié por reconocerlo mientras a un obrero le tenían sin cuidado pistolas y mazos y se les plantaba inventando que no había llaves. Entre codazos otros se acercaron para apoyarlo, mi compañero decidió alejarse prudentemente y me dije que no podía dejarlos así.
Antes debía hablar por teléfono y alcancé el único aparato en kilómetros a la redonda. Entonces descubrí que los golpeadores no venían solos. Al lado contrario había una extraordinaria reunión de camiones, patrullas, policías a caballo.
Llamé al abogado para consultarle, su respuesta fue previsible y di media vuelta.
Nunca antes ni después hice un paseo como aquel. Los del cerco me recibieron preparados a divertirse conmigo, el famoso tomó la culata de su arma y ante quines defendían la puerta aparecí como un cobarde.
-Denles las llaves. Por ahora no puede hacerse nada.
-¿Las llaves? Se perdieron –insistió campechanamente el que inició el asunto, sin voltear a mirarme.
-Entonces dejen que abran como puedan –dije y rompí ese momento mágico cuyo final no parecía importarle a él y ni al puñado de hombres a su lado.
Alejándome me sentí una basura y los de los palos echaron a correr detrás mío y de mi compañero, con el grito esperado:
-¡Agitadores!
-0-
Aquél recibiría esa noche un imprevisto, imperioso llamado de su mujer desde otro país, y a solas al día siguiente hice el primer camino a la explanada donde resistiríamos, entre agentes "encubiertos" y falsos o reales guerrilleros que repartían propaganda.
No tengo duda: piensan que estamos derrotados y despertaron a fábricas por docena; basta un decidido golpe para atraerlas, convirtiendo el lugar en infierno para ellos. Los dos mil quinientos me creen y piden que les muestre el movimiento andando. Volteo a todas partes imaginariamente y sé: estoy tan solo como en mi cuna.