miércoles, 15 de febrero de 2017

"El rey del barrio solidario del futuro"

En cinco meses y por pedido escribí un libro sobre el Santo Lugar. Es malo y recoge muy poco de la intimidad que debía recuperar. ¿Algo puede rescatarse, pues no hay tiempo para más? 
Hace mucho un amigo vio en la experiencia al "rey del barrio solidario del futuro", formado por miles.
En Desde la azotea hablo de los diarios viajes en suburbanos que me conducían allí, un barrio contiguo al de donde crecí, milenariamente vinculados entre sí y a un tercero. Para el Rey eso importaba poco y mucho a la vez, porque ahí confluían infinidad de sitios regados por dos millones de kilómetros cuadrados.   
Su mayor secreto era ese, quizá: la extraordinaria variedad de sus orígenes. Nabor, por ejemplo, nació en un exhuberante pueblo a trescientos kilómetros hacia occidente; el Guitas y los suyos vinieron del semidesierto del norte, y Mario y Gulia eran costa negra oriental pura. 
María no hablaba español al llegar y luego seguía pensando en su lengua nativa incompresible para Artemio y Joel, quienes tenían propias. 
Cada uno y una llegaron siguiendo a antiguos vecinos, con quienes continuaban formando familias extensas, a ratos de cien, doscientas o más personas.
A primera vista se hacían Rey en las fábricas y entonces madres y hermanas y hermanos pequeños parecían su excrecencia. No era así pues el interior de una vidriera, una planta química, una laminadora, resultaba inconcebible sin los hogares.
Un segundo amigo me regañó por el libro, creyendo equivocadamente conocer la experiencia. Sobran quienes como él buscan en los procesos populares lo que valide propios propósitos.
Décadas después ese mismo hombre soltó reveladoras palabras a jóvenes que preguntaban por los movimientos contemporáneos al Santo Lugar. 
-¿La lucha magisterial? Por favor, no me hagan gastar tiempo en tonterías. Hablamos de lo nuevo, y aquella es lo más viejo concebible. 
¿Cómo se hizo cigüeña cuando después los maestros probaron ser el único sector con capacidad para detener el horror?
No dirimo rencillas personales, E y S. Ese hombre y yo seguimos colaborando, si bien y desde luego nos queda claro que desde siempre cada uno representaba cosas distintas, por más que no lo pareciera. Buenos y malos deben buscarse en otra película. Esta trata de rumbos. 
Un tercer amigo, a quien cito en Red de agujeros, persigue hace mucho al México profundo y no fue por él y mi adicción a sus ideas, que percibí al Rey. Me gritó. Lo hizo antes de conocer el Santo Lugar, en otro barrio que llamaré De Filiberto, el zapatero industrial al cual debo la ceremonia iniciática. A ese hombre lo menciono en Desde la azotea. Sin merecerlo fue internado en un psiquiátrico y libre luego se le expulsó del paraíso, porque eso era el suyo y eso el nuestro. ¿Casualidad?
¿En cualquier caso cómo emplear el libro, hecho también viñetas, si algunas se acercan siquiera un poco a lo que debe contarse? Probé con una, El evangelio según don Carlos, que en principio era mi modelo a seguir, escribiendo otras once. Bueno, puedo intentarlo ahora.

Nabor
I
En el Santo Lugar, nietos, había historias de los que llegaban y también de quienes se iban, si bien éstos eran rarísimos. Nabor, el Sabio Analfabeta, ejemplifica las primeras.
Chamaco quedó huérfano y en el pueblo un tipo aprovechó para traerlo de encargo. Hasta que pasó la raya.
De única herencia Nabor tenía una burra a quien cuidaba como si fuera su hija. Se le ensarnó y la llevó junto al río a darle una friega. El animal terminaba de secarse cuando se acercó el malhora. Con aire de inocencia preguntó qué pasaba. Nuestro compañero le contó y él dio una receta infalible.
-Úntala con gasolina y préndele fuego.
Nabor era ingenuo pero no tanto y cansado de tanta burla agarró el cántaro más grande a la vista y amenazó lanzarlo. Con mal disimulada sorna el hombre fingió terror mientras pedía continuar el consejo, que no terminaba, claro, en la primera, bárbara parte:
-¡Cómo crees, si ya sé que así la burra se te muere! No, la cosa es que antes la pongas a la orilla del agua y cuando salga la lumbre la avientes.
-Ah –dijo quien estaba a punto de convertirse en obrero, y se dio a la labor. Ya que su única propiedad se echó a correr, ardiendo, despavorida, rumbo a la muerte, y el tipo soltó la carcajada, Nabor aprendió muchas cosas y decidió una: usar el cántaro. Tenía al otro semiagachado, de espaldas, y se lo dejó caer en la cabeza.
Ni volteó a mirar el resultado. Cogió rumbo a la carretera y con lo puesto subió al primer autobús que pasaba.
Así de “accidental” había sido la decisión de venirse a esta ciudad, donde luego de una noche al amparo de una obra en construcción le recomendaron buscar trabajo en el Santo Lugar.

II (REVISAR)
Si nuestras historias a ratos pueden contarse como deben, en buena medida hay que agradecérselo a Nabor. 
No sé si he conocido a alguien tan inteligente como él. Ya muchacho empezó a leer y escribir con ayuda de un silabario, y cuando éstos desaparecieron se negó a continuar el aprendizaje y concentró su atención en reflexionar sobre grandes y pequeñas cuestiones.
Creo que disfrutaba constatando que los demás nos dábamos cuenta de cuán profundo era, y por eso estaba siempre dispuesto a pasar un buen rato con nosotros al terminar la jornada.
Íbamos a la fábrica en la cual trabajaba, para gozar del calor que faltaba en la gran calzada. Quedaba pasando la autopista, donde se abría algo como los plácidos linderos de una ranchería.
La tienda frente a su planta tenía un merendero al fondo adornado con flores y rocola, que despachaba cervezas clandestinas. Allí eran nuestras charlas.
En estilo parsimonioso y como si se refiriera al precio de los chiles o las tortillas, esperando que alguien tocara un buen tema, soltaba sentencias o tejía cuentos breves que nos dejaban en suspenso, para mostrarnos que hasta lo en apariencia más simple podía observarse desde varios lados. 
Sugería así ideas idénticas a las de grandes escritores y filósofos. Dos se me quedaron grabadas.
Sin saberlo, en la primera reproducía, palabras más, palabras menos, una frase cumbre de un famoso pensador francés: El infierno son los otros (1); es decir, los hombres y las mujeres que nos rodean y ante quienes nos desvivimos para ser reconocidos, buscándonos desesperadamente en el espejo de ellos. Por el padre, la madre, los hermanos, la pareja, los hijos, los compañeros de trabajo, los vecinos y los que nos dañan, vivimos; para que nos quieran, nos respeten o teman. Y cuando no encontramos en ellos lo que creemos haber sembrado de nosotros, no podemos soportarlo y sufrimos torturas semejantes a las llamas eternas. Tal fue, en resumen y mal contado por mí, su razonamiento.
La segunda gran idea remataba el episodio suyo en el pueblo. De culpa y religión se trataba, coincidiendo casi exactamente con el momento culminante de una de las mejores novelas rusas, que no intentaré explicar: Si Dios no existe, todo está permitido(2).
Le gustaba también referirse a los diablos o monstruos en torno nuestro. Según él eran representaciones de cuanto intentábamos no percibir, aunque estaba dentro o fuera de nosotros permanentemente. Tenían distintas formas, aseguraba: un gigantesco velo negro o una gruesa sombra; un descomunal hombre a caballo agitando un machete, o sólo el caballo, con ojos color sangre, que escurría babas y se levantaba para echársenos encima; una luz de brillo criminal, una grotesca máscara carcajeándose o un agudo sonido que destrozaba los oídos.
La peor de estas criaturas se hallaba por todas partes, en todo instante, y hacía vacilar la tierra que pisábamos, amenazando con abrirla y tragarnos.
  

      
       
  

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