lunes, 27 de noviembre de 2017

La Corte de Medianoche

Igualitito que en la obra cumbre del último gran poeta en lengua irlandesa, duermo plácidamente y el reclamo de una metálica voz me despierta:
-"¡Eh, tu, vago, ¿qué haces ahí cuando la más digna corte jamás reunida espera para juzgarte".
Claro, no estoy en el lomo de un río, a la manera del campesino en el poema, sino sobre la cama, y no es una monstruosa mujer de mirada sangriente quien amonesta, sino El Grillo, metro sesenta de altura, pecho echado pa lante y ojos de capulín.
-¡Comadre! -le digo harto contento al verlo tras casi cuarenta años.
-No te hagas baboso y jálale.
-¿Y ora?
-Que nos juntamos pa darte con todo.
-¿A mí? -alcanzo a preguntar antes de que como soñando aparezcamos en un castillo cuyas troneras echan humo fábril.
Frente a nosotros el abuelo, Filiberto, una de las muchachas que no murió en 1524, Bryan O´Donnel, la niña coja por un bombardeo, el Niño de Piedra sioux, los pequeños cuyos oos vaciaron píos mones camino a erusalem; Hila, púber negra del río Níger a quien en el siglo XIII dieron como amante esclava; Derzu Uzala, cazador de los bosques siberianos chinos; Saanvi, madre que es al sur hindú hace mil años;  Pepé Llagos y Dosy nacidos en una cuenca minera casi sobre los Picos de Europa; Felícitas, Malena, el Jarocho, en gigantescas representaciones se sientan a una mesa sobre lo alto. 
En la multitud alrededor hay muchos rostros conocidos y el resto tiene un impreciso aire familiar.
Acostumbrado a los escenarios con miles de protagonistas, el abuelo no necesita forzar la voz para que se escuche a través del eco profundo en el fantástico lugar. 
-Mira -dice extendiendo la mano en un movimiento circular. -Te nos dimos, tan diversos en tiempo y espacio y tan íntimos como deseabas. Y has traicionado nuestra confianza. 
Prometo cumplir la tarea y recuerdo a Domingo embobándose con los recuerdos de una bronca toma de predios, para que repentinamente, sin venir a cuento, pensaría uno, los ojos se le fueran quién sabe a dónde y dijera: 
-Todo fue por mi papá, que vendía pájaros en el mercado y no tenía un centavo y andaba cante y cante.


1. John Merryman, La corte de medianoche.

domingo, 6 de agosto de 2017

El viaje de María



¿Eran los constantes, a veces súbitos cambios de paisaje, lo que le estrechaba el corazón a María, haciéndola sentir que andaba en un caos donde el mundo perdía cualquier sentido? ¿Era eso o la vista de ciudades y pueblos a la carrera, a ratos más y a ratos menos, pero siempre, extraños; el ir y venir sin pausa de autos y camiones, el reciclarse en cada parada de los pasajeros de su propio autobús, que hablaban y vestían de manera cada vez más rara y variada? ¿O era sólo el paso de las horas y la conciencia de la rapidez con la cual se apartaba de cuanto había conocido en sus veintinueve años de vida?
Hasta donde tenía noticia, sólo un tío y un par de primos, entre su treintena de parientes vivos y los incontables otros de generaciones previas, habían ido tan lejos. Si conociera el mar y supiera de los grandes barcos, la impresión que le producían esos tres aventureros de la familia, habría sido la de quienes volvieron de la inmensidad sin término y habían contemplado lo que ni siquiera podía imaginarse –lugares donde la hierba no se pintaba de verde o no había nubes o el sonido era hueco, o los animales, monstruos.
Y ahora ella estaba en el autobús cuya violenta carrera le daba pavor, andando sobre aquello. Sobre aquello para el resto de la vida, según había decido su hombre al rematar hasta el último efecto de su propiedad.
María no había dicho palabra para detenerlo, porque ni podía ni quería. Sí, lo mejor era irse y probar cuán cierto resultaba que podían librarse de la enfermedad, el ahogo, los palos, la usura, los manoseos y muchas otras desagradables cosas, del señor de los medieros, su compadre el jefe político, el dueño de la tienda, el cura párroco en sus visitas al pueblo; del río saliéndose de madre, arrastrando todo a su paso, y de los horrores de la propia familia: las borracheras del padre y el esposo terminando a golpes contra ellas  o al descampado, hechos un desastre de vómitos y tierra mezclados. Y de asuntos más delicados, de los cuales no hablaría nunca a nadie.             
¿Podría darse a entender en el lugar al que iban?, se preguntó. Hilaba las palabras con facilidad y al sentirse en confianza no faltaba quien se burlara de ella por su tanta apresurada plática. Pero por lo común guardaba silencio, sabiendo que más de uno frunciría el ceño al escucharla, sin entender la mitad de lo que salía de su boca. Era consciente de cómo con los años su habla fue siendo aun más enredada que el champurrado de su infancia, cuando pensaba en otomí y hablaba en castilla, de acuerdo a lo que mandaban los tiempos, decía su madre, quien intelegía algo del idioma oficial del país y no lo usaba sino en lo absolutamente indispensable, en general con monosílabos: “Esto”, “aquello”, “sí”, “no”, “¿cuánto?”
En el autobús el hijo pequeño iba en su regazo, la niña sentada al lado y el esposo y Elías en los asientos de adelante, a un costado, a los cuales se asomaba cada poco para constatar su presencia. A ellos se reducía su familia, de una vez y para siempre, puesto que había resuelto darse maña para no tener más crías. Eso y decisiones parecidas, que la volvían desconfiable en el pueblo, le habían ayudado a aceptar la voluntad de su señor de partir. De partir a pesar del dolor por dejar a la madre y las hermanas, al cielo borrascoso de sus montañas, al espeso verde de mil tonos que llenaba sus ojos desde el primer día; al río y al arroyo, a los pájaros y la milpa; a los burros y hasta las gallinas, los puercos, las vacas y los borregos a los cuales odiaba por la lata que daba cuidarlos.
Seguía agarrada fuerte a los brazos del asiento, cuando el esposo volteó para señalar hacia un costado, diciéndole que aquello sería su hogar, y vio por la ventana al paso unas cuantas fumarolas grises y densas elevándose hacia el cielo. Al lado de una ellas encontraría trabajo su muchacho, Elías, y un poco más allá con los años levantarían una casa.

domingo, 9 de julio de 2017

El sabio analfabeta

Nabor vestía sombrero de palma, catarina y huaraches, y su comida la llevaba en una bolsita para el mercado. Aunque tenía cincuenta años y su físico correspondía a la edad, parecía mayor, a la manera de los hombres sabios y pacientes.
No sé si he conocido alguien tan inteligente como él. Ya muchacho empezó a leer y escribir con ayuda de un silabario, y cuando éstos dejaron de usarse se negó a continuar el aprendizaje y concentró su atención en lo que veía y oía, reflexionando sobre grandes y pequeñas cuestiones con una facilidad y una hondura asombrosas.
Creo que disfrutaba mucho constatando que los demás se daban cuenta de ello, y por eso estaba siempre dispuesto a pasar un buen rato con nosotros al terminar la jornada.
Íbamos a Vaciados Industriales (VISA), la fábrica en la cual trabajaba, para sentirnos cobijados. Quedaba pasando la autopista, en un lugar que recordaba a una ranchería. Se entraba a una calle sin pavimentar, bordeada por árboles, sobre la cual estaba Talleres Ochoa, y cuando a veinte o treinta metros ésta desaparecía, se doblaba en una segunda todavía más corta, donde no había más que Vaciados Industriales y una tienda frente a ella que en la parte trasera servía de merendero. Allí eran nuestras charlas con Nabor.
En su estilo parsimonioso y como si se refiriera al precio de chiles o frijoles, ya le había escuchado un par de razonamientos que extraían conclusiones idénticas a las de uno de los libros de filosofía más importantes del siglo XX, cuando una tarde contándonos un episodio suyo en el pueblo, del cual tal vez había resultado un hombre muerto, tocó el tema de la culpa y lo relacionó luego con cuestiones bíblicas, para concluir con una idea que, palabras más, palabras menos, coincidía exactamente con la frase cumbre de una gran novela rusa: Si Dios no existe, todo está permitido. 
Le gustaba también referirse a los diablos o monstruos que nos perseguían. Según él, eran representaciones de cuanto intentábamos no percibir, aunque estaba dentro o fuera de nosotros permanentemente. Decía que tenían distintas formas: la de un gigantesco velo negro o una gruesa sombra; un descomunal hombre a caballo agitando un machete, o sólo el caballo, con ojos color sangre, que escurría babas y se levantaba para echársenos encima; una luz de brillo criminal, una grotesca máscara carcajeándose o un agudo sonido que destrozaba los oídos. 
La peor de estas criaturas se hallaba por todas partes, en todo instante, y hacía vacilar la tierra que pisábamos, amenazando con abrirla y traganos.
          

lunes, 20 de febrero de 2017

Del llano y el monte

No había tiempo y el amigo me envió un contrato. Era 1977, España iniciaba lo que llamaron transición democrática y en Asturias reconstruían su historia sin censura, enfatizando los periodos desde la última República. Yo debía encargarme de la posguerra, en que se presumía una auténtica guerrilla apenas el franquismo y sus aliados internacionales sometieron esas tierras tras dieciocho meses de resistencia y algo más. 
Tenía cintas a montones en que jefes fugaos, y no necesariamente guerrilleros, y hombres y mujeres que los sostuvieron desde sus pueblos, contaban diez trágicos y a un tiempo entrañables años. 
Respondí no al ofrecimiento pues quienes estuvieron en el monte me pidieron callar heridas imposibles de cicatrizar o querían escribir su propia historia.
Si fuera un académico los traicionaría sin más, entendían ellos cuando hablababan largo y sin tapujos a la grabadora del nieto de Belarmino, hace mucho figura mitológica para buenos y, sobre todo, malos.
Callé, entonces, traicionando a cambio a esas otras y otros condenados al anonimato, que me contaron lo con mucho más importante: como el llano, según lo llamaban, sostuvo al monte, y así ambos protagonizaron una historia terrible y maravillosa, digna de grandes escritores testimoniales, como Hans Magnus Ensensberger, a quien mis compañeros y yo rendíamos culto. 
No sé en qué momento de este cuaderno meteré cositas sobre aquello. Ya empecé, nietos, al hablar del viaje con El Roxu, Encarna y Marcelo buscando a Sandalio, mi bisuabuelo. 
Avancé ya también unos párrafos sobre los propios orígenes de "la transición", cuando inmejorablemente bien recibido iba y venía por el Nalón y su rosario minero a lo largo, donde Belarmo se hizo hombre. 
El buen trato lo recibía a la vez de quienes escenificaban un nuevo asalto al cielo, que yo estaba seguro fracasaría. Aquí el secreto no eran mis antepasados sino nuestro Santo Lugar y el otro "barrio solidario del futuro", de Filiberto, llamésmolo dando justo reconocimiento al zapatero industrial que me formó sin saberlo bien a bien, quien injustamente terminaría en un psiquiátrico.
Para morir iguales refrenda así su espíritu, que declaro al inicio: reunir historias de los de abajo y sus luchas, en distintos tiempos y lugares, alcanzando al presente, en el cual quizá dirimimos la utopía como nunca antes. Hoy y ayer se juntan y gritan, para ustedes antes que nadie, nietos a quienes veo cumplirnos por fin a todas y todos. 
Como en el resto de los cuadernos, guío la narración para facilitarla y a veces porque fui actor, no importa si secundarísimo, e introduzco mis sensaciones -y no ideas, en general, que sabemos soy muy torpe con ellas.
Es una crónica, resumidamente, y ratos se da permisos, aprovechando la imaginación de mitos y leyendas.      
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miércoles, 15 de febrero de 2017

"El rey del barrio solidario del futuro"

En cinco meses y por pedido escribí un libro sobre el Santo Lugar. Es malo y recoge muy poco de la intimidad que debía recuperar. ¿Algo puede rescatarse, pues no hay tiempo para más? 
Hace mucho un amigo vio en la experiencia al "rey del barrio solidario del futuro", formado por miles.
En Desde la azotea hablo de los diarios viajes en suburbanos que me conducían allí, un barrio contiguo al de donde crecí, milenariamente vinculados entre sí y a un tercero. Para el Rey eso importaba poco y mucho a la vez, porque ahí confluían infinidad de sitios regados por dos millones de kilómetros cuadrados.   
Su mayor secreto era ese, quizá: la extraordinaria variedad de sus orígenes. Nabor, por ejemplo, nació en un exhuberante pueblo a trescientos kilómetros hacia occidente; el Guitas y los suyos vinieron del semidesierto del norte, y Mario y Gulia eran costa negra oriental pura. 
María no hablaba español al llegar y luego seguía pensando en su lengua nativa incompresible para Artemio y Joel, quienes tenían propias. 
Cada uno y una llegaron siguiendo a antiguos vecinos, con quienes continuaban formando familias extensas, a ratos de cien, doscientas o más personas.
A primera vista se hacían Rey en las fábricas y entonces madres y hermanas y hermanos pequeños parecían su excrecencia. No era así pues el interior de una vidriera, una planta química, una laminadora, resultaba inconcebible sin los hogares.
Un segundo amigo me regañó por el libro, creyendo equivocadamente conocer la experiencia. Sobran quienes como él buscan en los procesos populares lo que valide propios propósitos.
Décadas después ese mismo hombre soltó reveladoras palabras a jóvenes que preguntaban por los movimientos contemporáneos al Santo Lugar. 
-¿La lucha magisterial? Por favor, no me hagan gastar tiempo en tonterías. Hablamos de lo nuevo, y aquella es lo más viejo concebible. 
¿Cómo se hizo cigüeña cuando después los maestros probaron ser el único sector con capacidad para detener el horror?
No dirimo rencillas personales, E y S. Ese hombre y yo seguimos colaborando, si bien y desde luego nos queda claro que desde siempre cada uno representaba cosas distintas, por más que no lo pareciera. Buenos y malos deben buscarse en otra película. Esta trata de rumbos. 
Un tercer amigo, a quien cito en Red de agujeros, persigue hace mucho al México profundo y no fue por él y mi adicción a sus ideas, que percibí al Rey. Me gritó. Lo hizo antes de conocer el Santo Lugar, en otro barrio que llamaré De Filiberto, el zapatero industrial al cual debo la ceremonia iniciática. A ese hombre lo menciono en Desde la azotea. Sin merecerlo fue internado en un psiquiátrico y libre luego se le expulsó del paraíso, porque eso era el suyo y eso el nuestro. ¿Casualidad?
¿En cualquier caso cómo emplear el libro, hecho también viñetas, si algunas se acercan siquiera un poco a lo que debe contarse? Probé con una, El evangelio según don Carlos, que en principio era mi modelo a seguir, escribiendo otras once. Bueno, puedo intentarlo ahora.

Nabor
I
En el Santo Lugar, nietos, había historias de los que llegaban y también de quienes se iban, si bien éstos eran rarísimos. Nabor, el Sabio Analfabeta, ejemplifica las primeras.
Chamaco quedó huérfano y en el pueblo un tipo aprovechó para traerlo de encargo. Hasta que pasó la raya.
De única herencia Nabor tenía una burra a quien cuidaba como si fuera su hija. Se le ensarnó y la llevó junto al río a darle una friega. El animal terminaba de secarse cuando se acercó el malhora. Con aire de inocencia preguntó qué pasaba. Nuestro compañero le contó y él dio una receta infalible.
-Úntala con gasolina y préndele fuego.
Nabor era ingenuo pero no tanto y cansado de tanta burla agarró el cántaro más grande a la vista y amenazó lanzarlo. Con mal disimulada sorna el hombre fingió terror mientras pedía continuar el consejo, que no terminaba, claro, en la primera, bárbara parte:
-¡Cómo crees, si ya sé que así la burra se te muere! No, la cosa es que antes la pongas a la orilla del agua y cuando salga la lumbre la avientes.
-Ah –dijo quien estaba a punto de convertirse en obrero, y se dio a la labor. Ya que su única propiedad se echó a correr, ardiendo, despavorida, rumbo a la muerte, y el tipo soltó la carcajada, Nabor aprendió muchas cosas y decidió una: usar el cántaro. Tenía al otro semiagachado, de espaldas, y se lo dejó caer en la cabeza.
Ni volteó a mirar el resultado. Cogió rumbo a la carretera y con lo puesto subió al primer autobús que pasaba.
Así de “accidental” había sido la decisión de venirse a esta ciudad, donde luego de una noche al amparo de una obra en construcción le recomendaron buscar trabajo en el Santo Lugar.

II (REVISAR)
Si nuestras historias a ratos pueden contarse como deben, en buena medida hay que agradecérselo a Nabor. 
No sé si he conocido a alguien tan inteligente como él. Ya muchacho empezó a leer y escribir con ayuda de un silabario, y cuando éstos desaparecieron se negó a continuar el aprendizaje y concentró su atención en reflexionar sobre grandes y pequeñas cuestiones.
Creo que disfrutaba constatando que los demás nos dábamos cuenta de cuán profundo era, y por eso estaba siempre dispuesto a pasar un buen rato con nosotros al terminar la jornada.
Íbamos a la fábrica en la cual trabajaba, para gozar del calor que faltaba en la gran calzada. Quedaba pasando la autopista, donde se abría algo como los plácidos linderos de una ranchería.
La tienda frente a su planta tenía un merendero al fondo adornado con flores y rocola, que despachaba cervezas clandestinas. Allí eran nuestras charlas.
En estilo parsimonioso y como si se refiriera al precio de los chiles o las tortillas, esperando que alguien tocara un buen tema, soltaba sentencias o tejía cuentos breves que nos dejaban en suspenso, para mostrarnos que hasta lo en apariencia más simple podía observarse desde varios lados. 
Sugería así ideas idénticas a las de grandes escritores y filósofos. Dos se me quedaron grabadas.
Sin saberlo, en la primera reproducía, palabras más, palabras menos, una frase cumbre de un famoso pensador francés: El infierno son los otros (1); es decir, los hombres y las mujeres que nos rodean y ante quienes nos desvivimos para ser reconocidos, buscándonos desesperadamente en el espejo de ellos. Por el padre, la madre, los hermanos, la pareja, los hijos, los compañeros de trabajo, los vecinos y los que nos dañan, vivimos; para que nos quieran, nos respeten o teman. Y cuando no encontramos en ellos lo que creemos haber sembrado de nosotros, no podemos soportarlo y sufrimos torturas semejantes a las llamas eternas. Tal fue, en resumen y mal contado por mí, su razonamiento.
La segunda gran idea remataba el episodio suyo en el pueblo. De culpa y religión se trataba, coincidiendo casi exactamente con el momento culminante de una de las mejores novelas rusas, que no intentaré explicar: Si Dios no existe, todo está permitido(2).
Le gustaba también referirse a los diablos o monstruos en torno nuestro. Según él eran representaciones de cuanto intentábamos no percibir, aunque estaba dentro o fuera de nosotros permanentemente. Tenían distintas formas, aseguraba: un gigantesco velo negro o una gruesa sombra; un descomunal hombre a caballo agitando un machete, o sólo el caballo, con ojos color sangre, que escurría babas y se levantaba para echársenos encima; una luz de brillo criminal, una grotesca máscara carcajeándose o un agudo sonido que destrozaba los oídos.
La peor de estas criaturas se hallaba por todas partes, en todo instante, y hacía vacilar la tierra que pisábamos, amenazando con abrirla y tragarnos.
  

      
       
  

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