lunes, 8 de enero de 2018

De uno que somos todos



Una tarde poco antes de marcharnos, mi compañera y yo fuimos de visita a casa del Jarocho. Él estaba sentado en la puerta con los ojos clavados en el piso, mientras Inés, su señora, entraba y volvía a salir como si olvidara algo que no encontraría por más esfuerzos que hiciera, y la Negrita los contemplaba a través de las lágrimas, aferrándose a una muñeca entre sus brazos. 
-¿Qué pasó? –preguntamos. Inés nos miró un segundo y se metió jalando a la niña, y el hombrezote pareció no notar nuestra presencia.
Acababa de llegarles la noticia: el muchacho del retrato había muerto.   
Y no había campanas doblando, sino el viejo, ininterrumpido rugir de máquinas, trenes y traileres llevándose la mercancía.

Providencia

Agustín espera sobre un lomo de la calle que libra los viscosos riachuelos de colores en mutación, contra un muro carcelario. Amparado en el borde de la esquina cree ocultarse a las miradas de la planta donde trabaja, una cuadra más allá, media hora después del cambio de turno, según propuso para evitar a sus compañeros.
Es la segunda vez que lo veo y confirmo la impresión original: la de un ser conmovedor en el esfuerzo por pasar inadvertido entre hombres que aprendieron muy pronto a ponerle cara a la ciudad y usan la rudeza y el humor filoso para defenderse de ella y apropiársela. Luego sabré que no se lo impiden el número de años desde salir del pueblo ni una posible falta de agilidad mental, sino el lugar que asumió en la familia. No hay contrasentido en su ansia de trascender, que lo acerca al Grupo.
El tono exaltado en el que vivimos se transmite de inmediato a las relaciones y en días nos volveremos íntimos. Lo sabemos en cuanto me descrubre y viene al encuentro entre la desolación de la calzada de gigantesco tamaño, con las vías del tren de por medio, que a un lado se abre a un fraccionamiento industrial y al otro a una colonia y al gran descampado con las montañas detrás.
El suelo de la zona se hizo doblemente magro al perder los sembradíos y los árboles, y nos convierte en un par de hombres en tierra fronteriza, como cualquiera al vértice de la gran urbe, pero a lo bruto, a la manera de todo lo que toca la industria.
Romanticismo puro, pues, de miasmas penetrantes y un silencio mortuorio tanto mejor revelado cuanto más lejos se está de las máquinas, hechas rumor por las gruesas, altas paredes que parecen heredar las de las viejas haciendas.
Cruzamos la calzada rumbo a su casa como en un juego, él siempre procurando la izquierda para mirar con el ojo que le sigue sano a los veinticuatro años, y yo en busca del que en el iris se llevó un bicho salido de la carne muerta de la empacadora donde trabaja desde casi niño. Porque en ése es donde está mi futuro compadre. Allí su melancolía sin remedio, bella, contagiosa, que rima con el paisaje y nuestros días.
En el fraccionamiento de las fábricas, las larguísimas calles sin reposo al sol y la lluvia, desiertas a las horas en las cuales suelo llegar, por tan hostiles al principio parecen cada vez más cálidas, pletóricas de vida que se trasmite de las plantas: tinglado mecánico con mucho de infernal y mucho de entrañable para quienes hacen de él su vida. Los aromas aplastantes, en ocasiones nauseabundos, vividos por unas horas y no como permanente suplicio, y las chimeneas despidiendo gruesas volutas en mil tonos de grises, no hacen sino completar la sensación de ser parte de una novela o una película. De serlo entre el orgullo de pasar como uno más ante el guardia de seguridad, el policía, el administrador que cruza en su auto, y el creciente número de saludos y charlas al paso, la picaresca a la salida de la fábrica liberada, en palabras y toqueteos de machos divirtiéndose; de partidos de futbol y tandas de dominó y baraja para hacer de las huelgas fiestas; de breves discursos un autobús tras otro, venciendo el anonimato del espacio público, que no debe pertenecer a nadie y así se humaniza; de momentos épicos que para mí encarnan un poema: Masa.
De serlo prometiendo que cada día habrá más y mejor de eso, de los hogares y los billares y los peliagudos expendios de alcohol compartidos. Con Agustín, quien se ensancha a la par de mí, comenzando por esta tarde, cuando está a punto de hacerme parte de su familia y no sé cómo agradecérselo.
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El departamento donde Él y la Ella ausente, E y S, estaba traspasado por la pérdida del mundo en que el compadre me introducía bien a bien.

Los últimos que serán los primeros



Una tarde rumbo a nuestro localito en el Santo Lugar topé con los perros que la pandilla infantil se divertía en espantar. Eran mis amigos, creí, y cuando el primero de la fila giró para espiarme le puse cara de hombre triste. Se cobró cuanto le debían. 

Los cincuenta metros a continuación fueron una tortura, con él haciéndome apurar el paso a fuerza de ladridos cada vez más envalentonados y los colmillos de sus compadres cercándome, ante la mirada del vecindario a quien dejaba intimidarse por tan pobres seres.

Entendí cuán cerca estaba el fondo y sólo la aparición del Grillo y sus compañeros me sacó al menos por unos meses de lo que Nabor llamaría el infierno.

De los muchos momentos bien grabados que me quedan, escojo el de la vez en que en el local yo trataba inútilmente de barrer el piso de cemento, cuidando con la mirada a Él, quien tenía un par de meses, cuando escuché rugir los motores. Tres camiones aparecieron en la esquina, rechinando las llantas.

Ni en sueños había visto una estampa tan maravillosa: un centenar de macheteros sonreían presumiendo su rudeza, entre el zangoloteo de las plataformas que los choferes traían a mal traer.

Con mi “comadre” al frente bajaron de un salto para entre bromas saludar al chiquito y darme efusivos abrazos. Hasta valiente me volvería para pagar ese cariño.

Era así pues se lo merecían y desde muy pequeño en mi cabeza andaba la devoción por los hombres y mujeres recios. 

Acercarme a los trabajadores y compartir sus luchas representaba mucho más que una decisión política o un acto solidario. Era el regreso al pasado familiar glorificado en mi cabeza. 

Cada día allí confirmaba el deseo, con momentos como ése de ver llegar a Simón y sus compañeros resueltos a que no se los tratara más como brutos.

Mientras se acomodaban armando el mayor alboroto posible, entre escupitajos que el Grillo reprimía por posibles efectos sobre su ahijado, se entendía la justa fama de ser unos cafres echando gruesos transportes y carcajadas sobre los automovilistas. Cuestión de orgullo, igual que venir al localito donde planeaban cómo emparejarse con patrones y líderes del sindicato. Nada había más parecido, aunque fuera en miniatura, a las historias escuchadas sobre mi abuelo.